Impacta la afirmación de Bertolt Brecht
en un breve poema “Hay muchas formas de matar a una persona/ Apuñalarlo con una
daga, / quitarle el pan, / no tratar su enfermedad, / condenarlo a la miseria, /
hacerlo trabajar hasta desfallecer, / impulsarlo al suicidio, / enviarlo a la
guerra…/ solo lo primero está prohibido por nuestro estado”. Cada vez que
golpeamos la dignidad de la persona y negamos el don de su existencia, matamos.
Matar es quitar a la persona la fuerza
y la esencia mediante la cual obra. La vida no siempre se quita de una sola
vez. Actualmente, los peores asesinatos se gestan por etapas. Se comienza
negando los derechos básicos (a la vida, a la familia, a la educación, a la
salud…) se ahonda promoviendo las diferencias (pobres y ricos, cultos e
incultos, blancos y cholos…) se agudiza convirtiendo a los más débiles en
invisibles (se mira de frente para no toparse con la mano extendida de un
desafortunado, para no fijarse en el detalle de las casuchas de esteras
dobladas por el viento en medio de pampones sin luz eléctrica ni agua potable)
y se consuma con las estadísticas, el cuadro inmoral de las personas excluidas por la corrupción y la falta de inteligencia, convertidas en número y
porcentaje.
La organización estructural en el
país es promotora de una cultura cínica que aprovecha la necesidad humana de ser
solidarios e incluye colectas y campañas a granel, por ejemplo, a favor de “nuestros
hermanos del ande” en tiempo de friaje (como si no supiéramos que este fenómeno
se repite año a año por lo cual el estado tendría que programar partidas
presupuestales que provean recursos para soluciones definitivas); se invita a niños,
jóvenes y adultos; a profesionales y empresas privadas y llegan las colaboraciones. Las
consciencias se alivian y, como es habitual, esperaremos al próximo friaje para
“alcanzar nuestro donativo”.
Así, tenemos un nutrido cronograma de
“campañas” a favor de los huérfanos, anémicos, asilos, albergues, mujeres
víctimas de la violencia, personas con habilidades especiales, etc. todas ellas
promovidas por personas de bien que deben suplir aquello que el estado no puede
hacer por falta de inteligencia y la empresa privada apoya solo si puede
canjear sus aportes por imagen o publicidad.
En una sociedad utilitaria y
tecnologizada se mata poco a poco al anciano por lento, por olvidadizo, por
débil o por enfermizo (dígase de paso, esta es la idea mezquina que se nos ha
sembrado). Se mata su sabiduría, su nobleza y las muchas enseñanzas que nos
puede legar; se le ignora hasta convencerlo que para la velocidad y el ritmo de
“producción” (término tan agotado y sumergido a las fangosas aguas de la
inmoralidad) ha dejado de ser importante.
Soñar es como imaginar (o fantasear
en el peor de los casos). Sueño con una sociedad menos cínica, donde los actos
de amor que haga la derecha no los conozca la izquierda. Donde la vida se
respete y se promueva. Donde la vida humana sea defendida a gritos, más que la
vida de perros y gatos. Sueño con una sociedad donde los ancianos puedan estar
rodeados de multitudes de jóvenes y niños que puedan gozar la profundidad de
sus enseñanzas basadas en experiencias de vida. Donde se aprenda más por
consejo que por errores cometidos. Sueño con una sociedad sin pobreza, donde se
respete y se acepte la unicidad de cada persona independientemente de su
lengua, lugar de origen, edad, aspecto o creencia (fíjense que todo esto lo
dice la constitución política. ¡suenen las carcajadas!). Sueño con un estado
inteligente y con políticos preparados intelectualmente y autónomos en sus
argumentos. Sueño, con una sociedad donde los pobres, las víctimas del friaje,
de la violencia (física, psicológica y estructural) no vivan con las manos
extendidas o al pie de la mesa esperando caigan las migajas que les permitan
sobrevivir. Sueño con una sociedad que deteste matar y promueva vivir.
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