jueves, 6 de agosto de 2020

Y, ahora ¿Por quién votar?


Elegiremos en abril nuevas autoridades democráticas (ojalá y puedan estar a la altura del término). Si triunfa la ética, tendremos representantes que se constituirán en mártires voluntarios en medio de instituciones caóticas y desgobierno. Sin embargo, guardo la esperanza que personas honestas y de bien, inteligentes y capacitadas; decidan poner al servicio de la sociedad sus talentos y nos permitan, de esa manera, el privilegio (realmente el deseado placer) de avergonzar a quienes osen postularse sin los atributos éticos, intelectuales y humanos; y solo contando con el respaldo de su egolatría simplona forjada sobre una pirámide de centavos que les da la facultad de sentirse amos y dueños del mundo. Ellos, quienes le han dado a la política el duro calificativo de inmunda, ya se encuentran tras bambalinas (por ahora) regando la amnesia (cual si fuera una plaga) para lograr que un sinnúmero de irresponsables vote por ellos.

Puede sonar a ingenuidad, pero, en todo caso, tenemos el deber cristiano de creer y esperanzarnos, para lo cual hemos de dedicar nuestros más sanos esfuerzos en convencer al ciudadano de no hacerse el sueco, de guardar dignamente la mano para no estirarla, de indagar sobre los atributos de los postulantes para no corear el nombre de un corrupto, de no prestarse a elegir al menos malo y, en suma, de recordar la historia política reciente que produce náuseas y vergüenza a todos.

El voto no se otorga con indulgencia, lasitud o rabia. El voto expresa la voluntad del ciudadano y ese ejercicio (complejo) requiere de nuestra inteligencia y nunca de nuestra emoción. Basta con ver la debilidad intelectual de nuestras autoridades actuales para concluir que fue la ciudadanía irresponsable quien les dio la patadita o el empujoncito necesario para hacerse con el poder.

Por eso, es vergonzosa la actitud de quienes pudiendo participar, al reunir las condiciones indispensables para gobernar, se sumerjan en las honduras acomodaticias de la tibieza cívica y de la neutralidad. Luego, su hipocresía se escandalizará, criticarán y dirán que nunca cambiaremos y, nuevamente, separarán el trigo (los “educados”) de la cizaña (los “ignorantes”). ¡Tamaño y vil atrevimiento! Siento vergüenza ajena de aquellos ciudadanos que enuncian su propósito solo hasta el límite de lo personal. Son como las islas de condorito o como el agua de un espejismo que sacia solo su imaginación.

Miles de ciudadanos nos observan en las periferias de la costa, en las zonas rurales y marginales, desde sus casas de esteras a las que llegan después de cruzar en medio de toneladas de basura. Otros, serán testigos de nuestra elección mientras sufren sin trabajo, anemia, desnutrición, analfabetismo, epidemias, exclusión… es tiempo que nuestro voto haga visibles a los millones de peruanos que la democracia inculta ha relegado a furgón de cola y a la más notable expresión de la estulticia a la que hemos sido inducidos por diversos medios desde hace más de trescientos años. Este ha sido el más grave mal de nuestra sociedad y sus consecuencias son más terribles que el de la actual pandemia.

¿Qué tal si las universidades (repositorio y motor del conocimiento) se convierten en este tiempo en escuelas de civismo? ¿Qué tal si las reflexiones bicentenarias (las organizadas por Centurión y que no comienzan todavía) incluyen a la ciudadanía y la civilidad en su agenda? ¿Qué tal si en lugar bombos y platillos invitamos al silencio como espacio necesario para el pensamiento y la profundidad? El día de la “fiesta electoral” (¿?) se acerca tal con pies de seda y reptando; y, después, todas nuestras debilidades o fortalezas cívicas pasarán a convertirse en el penoso o feliz legado de las futuras generaciones… ¡hay que cambiar, ya!