Elegiremos en abril nuevas
autoridades democráticas (ojalá y puedan estar a la altura del término). Si
triunfa la ética, tendremos representantes que se constituirán en mártires
voluntarios en medio de instituciones caóticas y desgobierno. Sin embargo,
guardo la esperanza que personas honestas y de bien, inteligentes y
capacitadas; decidan poner al servicio de la sociedad sus talentos y nos
permitan, de esa manera, el privilegio (realmente el deseado placer) de
avergonzar a quienes osen postularse sin los atributos éticos, intelectuales y
humanos; y solo contando con el respaldo de su egolatría simplona forjada sobre
una pirámide de centavos que les da la facultad de sentirse amos y dueños del
mundo. Ellos, quienes le han dado a la política el duro calificativo de
inmunda, ya se encuentran tras bambalinas (por ahora) regando la amnesia (cual
si fuera una plaga) para lograr que un sinnúmero de irresponsables vote por ellos.
Puede sonar a ingenuidad, pero, en
todo caso, tenemos el deber cristiano de creer y esperanzarnos, para lo cual
hemos de dedicar nuestros más sanos esfuerzos en convencer al ciudadano de no
hacerse el sueco, de guardar dignamente la mano para no estirarla, de indagar
sobre los atributos de los postulantes para no corear el nombre de un corrupto,
de no prestarse a elegir al menos malo y, en suma, de recordar la historia
política reciente que produce náuseas y vergüenza a todos.
El voto no se otorga con indulgencia,
lasitud o rabia. El voto expresa la voluntad del ciudadano y ese ejercicio
(complejo) requiere de nuestra inteligencia y nunca de nuestra emoción. Basta con
ver la debilidad intelectual de nuestras autoridades actuales para concluir que
fue la ciudadanía irresponsable quien les dio la patadita o el empujoncito
necesario para hacerse con el poder.
Por eso, es vergonzosa la actitud de
quienes pudiendo participar, al reunir las condiciones indispensables para
gobernar, se sumerjan en las honduras acomodaticias de la tibieza cívica y de la
neutralidad. Luego, su hipocresía se escandalizará, criticarán y dirán que
nunca cambiaremos y, nuevamente, separarán el trigo (los “educados”) de la
cizaña (los “ignorantes”). ¡Tamaño y vil atrevimiento! Siento vergüenza ajena de
aquellos ciudadanos que enuncian su propósito solo hasta el límite de lo
personal. Son como las islas de condorito
o como el agua de un espejismo que sacia solo su imaginación.
Miles de ciudadanos nos observan en
las periferias de la costa, en las zonas rurales y marginales, desde sus casas
de esteras a las que llegan después de cruzar en medio de toneladas de basura. Otros,
serán testigos de nuestra elección mientras sufren sin trabajo, anemia,
desnutrición, analfabetismo, epidemias, exclusión… es tiempo que nuestro voto
haga visibles a los millones de peruanos que la democracia inculta ha relegado
a furgón de cola y a la más notable expresión de la estulticia a la que hemos
sido inducidos por diversos medios desde hace más de trescientos años. Este ha
sido el más grave mal de nuestra sociedad y sus consecuencias son más terribles
que el de la actual pandemia.
¿Qué tal si las universidades (repositorio
y motor del conocimiento) se convierten en este tiempo en escuelas de civismo?
¿Qué tal si las reflexiones bicentenarias (las organizadas por Centurión y que
no comienzan todavía) incluyen a la ciudadanía y la civilidad en su agenda?
¿Qué tal si en lugar bombos y platillos invitamos al silencio como espacio
necesario para el pensamiento y la profundidad? El día de la “fiesta electoral”
(¿?) se acerca tal con pies de seda y reptando; y, después, todas nuestras
debilidades o fortalezas cívicas pasarán a convertirse en el penoso o feliz
legado de las futuras generaciones… ¡hay que cambiar, ya!