Según El diccionario RAE, autoridad es el “Prestigio y crédito que se
reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y
competencia en alguna materia”. La ciencia política propone la autoridad como “una
relación de poder establecida e institucionalizada en la que los súbditos
prestan una obediencia incondicional basada en la creencia de la legitimidad
del poder ejercido (Stoppino, 1992). La psicología, a su vez, refiere que quien
ejerce la autoridad “(tiene)… derecho a prescribir el comportamiento de los
subordinados. Tal legitimidad se establece a partir de relaciones afectivas
entre las partes (influencia referente), de la atribución de una competencia o
aptitud especial para la autoridad o de la mediación de las instituciones
sociales”. (Jesuíno, 1993)
La autoridad, entonces, implica reconocimiento. Se
requiere prestigio personal, fruto de la coherencia entre lo que se piensa, se
dice y se hace; una aceptación de la potestad de quien la ejerce, es decir, del
otorgamiento legítimo “del poder, dominio, jurisdicción o facultad sobre algo”
que dieron los propios subordinados.
De lo anterior se desprende: se puede tener el
poder pero este no implica tener autoridad. Se puede recibir dominio y
jurisdicción sobre algo, aunque el desprestigio y la incoherencia harán
imposible una influencia positiva. La autoridad es un atributo y el poder es un
hecho.
Podemos tener, y de hecho lo testimoniamos, que hay
personas que ejercen poder y no tienen autoridad. Mediante el uso del poder
muchos dictan medidas con la fuerza de una norma; sin embargo, resultan en
letra polémica, debatible e inacatable ¿la razón? La gente otorga autoridad
como un atributo de conquista moral reservada para aquellos que demuestren una
práctica efectiva de valores, junto a la capacidad de promover acciones libres
y racionales. Es a ellos a quienes se otorga la autoridad como dignidad.
Quien desee gobernar con autoridad debe comunicar
asertivamente sus ideas y propuestas encabezando la construcción práctica y
real de las mismas; debe propiciar espacios sociales en los que se perciba paz,
orden, tolerancia, cumplimiento irrestricto de la ley, diálogo, humildad y
capacidad de convocatoria; debe motivar el debate, pues una persona con
autoridad tampoco es perfecta, y siempre, muchas mentes dispuestas perfeccionan
ideas iniciales; finalmente, no se otorga autoridad a quien ejerza el poder de
manera empírica, sin preparación ni conocimiento de gestión. Una persona sin
conocimiento no puede cumplir objetivos de gobierno.
La gran debilidad en nuestra, en particular, y en
nuestro país, en general, es otorgar el poder a las personas sin considerar las
cualidades que le hagan merecedor de la dignidad necesaria para convertirse en
autoridad. Este es el motivo del desencanto. No nos sentimos identificados con
aquellos que nos gobiernan. No confiamos en sus ideas, en su estilo de vida ni
en sus propuestas. Los vemos envueltos en escándalos mediáticos, acaparando
primeras planas por pecados veniales o mortales más que por buenos gestos y
decisiones exitosas. Otorgamos el poder indiscriminadamente y nos negamos el
derecho de tener autoridades.
Tolstoi dijo “Es más fácil hacer leyes que
gobernar” y Confucio “¿Uno que no sepa gobernarse a si mismo, cómo sabrá
gobernar a los demás?”. Nuestra
capacidad de elegir y otorgar el poder a quienes podamos reconocer con la
dignidad de autoridad, es un problema cultural. Se necesitan espacios de
reflexión en los que podamos evaluar el sistema social y nuestra capacidad de
elegir libremente. Ya Miguel de Unamuno propuso “solo el que sabe es libre, y
más libre el que más sabe… solo la cultura da libertad… no proclameis la
libertad de volar, sino dad alas; no la de pensar, sino dad pensamiento. La
libertad que hay que dar al pueblo es la cultura”