El pasado viernes, durante la
presentación de la obra “Filosofía del Derecho” del Dr. Oscar Vílchez, llamó mi
atención el anuncio del distinguido maestro, filósofo y hombre de bien Dr. Juan
Manuel Gamarra Romero quien, afirmó, encabezará un movimiento a nivel local y
nacional que solicitará vía referéndum la aplicación de la pena de muerte para
los funcionarios públicos corruptos. A su juicio, no basta la “muerte civil”,
sino que es necesario aplicar esta radical medida siguiendo el ejemplo de
Singapur, nación que tomó dicho camino y donde casi no existe el delito de
corrupción de funcionarios. Conociendo su trayectoria personal y académica
estoy seguro que el Dr. Gamarra ha meditado su propuesta y, aunque no la
comparto, estamos a la espera de sus argumentos. De inicio considero la
propuesta exagerada.
La corrupción, qué duda cabe, es un
delito que causa nuestra más grave indignación. Las personas a quienes
confiamos nuestra soberanía actúan de manera tal que muestran, con sus actos,
desprecio por la democracia como sistema y por los ciudadanos a quienes,
adicionalmente, roban la esperanza, la confianza en la justicia, el anhelo de
orden, progreso y desarrollo... Es, entonces, un delito que debemos combatir en
todos los niveles: ideológicamente a partir de la educación y formación ética
de los ciudadanos que tenga como base la normalización del buen desempeño de
quienes reciben empoderamiento; y legalmente, a través de normas menos
permisivas y de aplicación inmediata, sin distinción, ni favoritismo.
Los ciudadanos exigimos una lucha
frontal contra la corrupción porque, entre otros motivos, la paz es efecto de
la justicia. Estar, en general, a favor de la vida y en
contra de la pena de muerte, específicamente, para el delito de corrupción no
significa encogerse de hombros, poner la otra mejilla o actuar permisivamente
contra quienes delinquen. Es razonable, en situaciones dramáticas, la muerte
del otro en caso de legítima defensa, cuando el derecho de defender la propia
vida y el deber de no dañar la del otro resultan difícilmente conciliables. O
en aquellos casos que la ley ha establecido y donde el bien común se ve
seriamente amenazado; en el Perú, el delito de traición a la patria se puede
sentenciar con pena de muerte, aunque en las últimas 3 décadas la tendencia, en
nuestro país y el resto del mundo, es a favor de la vida.
La pena de muerte para el delito de
corrupción es debatible y, en mi caso, inaceptable. No es la solución del
problema considerando el espíritu pro vida de la legislación peruana. Generaría
complicaciones en el ámbito supranacional. No está garantizada la seguridad en
los juzgamientos por la intromisión política en los órganos de justicia.
Favorece la venganza, no está acorde con la finalidad de la pena. Existe el
riesgo de generalizar, para otros casos, la pena de muerte. Distrae la atención
de temas centrales basados en la dignidad humana.
Considero indispensable
reconsiderar la legislación sobre delitos de corrupción. Deben elevarse las
penas, ser más drásticas y disponer adecuadas reparaciones. Pero no considero
pertinente la pena de muerte. Estimo que es, también, indispensable tener más
cuidado al seleccionar a los operadores del sistema de justicia, mejorar dicho
sistema, limpiarlo e insistir permanentemente en esa tarea. El estado debe
gestar un sistema anticorrupción con profesionales bien preparados, tecnología
de primer nivel y una constante retroalimentación sobre moral, patriotismo y
bien obrar.
Sobre Singapur. Es cierto, se fusiló a varios miles de corruptos, se prevé la cadena perpetua para homosexuales, masticar chile, repartir volantes en las calles, no tirar la cadena del inodoro o pintar grafitis supone multas, plazos carcelarios y castigos con varas. Hoy, la delincuencia es casi nula. es uno de los países más seguros y estables del mundo (en cifras). El precio ha sido la muerte y la libertad de muchos.