miércoles, 7 de abril de 2010

Costumbres Coloniales

En “El Virreinato del Perú: Historia crítica en la época colonial en todos sus aspectos” (José Manuel Valega – Lima, 1939) se tocan muchos aspectos sociológicos y costumbristas de la colonia y, resulta un estudio tan importante que la “Historia General de los Peruanos” (Tomo II – Lima, 1975) incluye sus conclusiones en la parte tercera, desarrollando las características sociales, económicas, religiosas, intelectuales, costumbristas y de la vida cotidiana de Lima colonial.
Me resulta muy interesante dar a conocer algunas costumbres que, por proyección o por moda, debieron darse en determinados lugares del Perú colonial, entre ellos Lambayeque. A cada párrafo, una costumbre:
Ante la pérdida repentina de uno de sus hijos pequeños, el padre de familia recibía la siguiente fórmula de pésame, que eran a su vez palabras de consuelo o de felicitación: “Que Dios preste a UD. Vida, para echar ángeles al cielo”.
Cada cierto tiempo, entre los nobles y señores había la costumbre de “Varear la plata”; esto es, sacar al patio de las grandes casonas, las monedas que de ordinario se guardaban en talegas bajo las camas, para sacudirlas con palo sobre una manta. Se perseguía evitar la oxidación. Los esclavos hacían el trabajo dos veces por año. Los vecinos, por el sonido, se enteraban del vareo y muy pronto la ciudad entera sabía de la defensa de la fortuna monetaria de un señor.
Antes que el café o el te (introducido por los ingleses) en el Perú se consumía el “Mate de Paraguay”. Era la bebida de las tardes y se le reconocían bondades curativas. Un verso de Manuel Ascencio Segura lo demuestra: “Se vendía en las boticas/lo mismo que el alcanfor/y se usaba solamente/en casos de indigestión”.
El alumbrado en las ciudades coloniales era un problema en cuanto el Perú no producía, entre los siglos XVI y XVII, la materia prima necesaria: las velas de sebo animal. Por aquellos tiempos dichas velas eran traídas desde Chile y con ellas se adornaban las bellas lámparas y candeleros de metal que se exhibían en el interior de los hogares. Tal era la necesidad que produjo gran alegría la llegada al Perú de 4 500 quintales de sebo el 17 de diciembre de 1631. Parte de aquella carga, según el “Diario de Lima” serviría para los nobles hogares en las ciudades del interior.
Para distinguirse entre solteras y casadas, las mujeres se adornaban de la siguiente manera: las casadas con claveles y rosas en el peinado a la derecha, las solteras con las flores a la izquierda. Así no era posible el error masculino.
Cuando un vecino era encontrado en flagrante delito, el “alcalde del crimen” (uno de los dos que tenía cada ciudad) lo sentenciaba a una pena que, por costumbre, era la siguiente: cabalgar, desnudo de medio cuerpo, sobre un “tordo flor de lino” (así se llamaba al asno del verdugo) para recibir en cada esquina, previo pregón explicativo, series de cinco “ramazos” (azotes) en cada estación con intervalos de medio minuto. La pena no surtía efecto intimidatorio, por el contrario, la gente encontraba diversión donde la autoridad buscaba combatir el delito.
Cada 28 de diciembre (día de los inocentes) se requería estar prevenido para defenderse de las burlas de los demás. Se dice que cuando un ingenioso criollo pidió prestado una onza de oro, en casa del prestador y en plena vía pública circulaba de boca en boca la siguiente estrofa: “Manda Herodes a su gente/que quien preste en este día/lo pierda por inocente”.
Los pasquines y vítores formaron, también, parte de las costumbres y del llamado “hábito pasquinesco” en tiempos coloniales. Un pasquín era un mensaje anónimo sobre una pared en forma de escrito breve o de dibujo obsceno. Un vítor, en cambio, estaba compuesto por una o dos coplas que se manifestaban bulliciosamente ante un acontecimiento de alegría social, he aquí uno dedicado al Padre Calatayud cuando, en 1804, fue elegido comendador de la Merced: “Vítor al Padre Calatayud/faro de conciencia/sol de virtud/vítor al Padre Calatayud/vítor, hermanos, por el Perú”.
Cuando el interés de una orden religiosa estaba comprometido en la realización de un hecho público, se acostumbraba celebrar la “misa del buen suceso” que consistía en dejar expuesto el Santísimo Sacramento después de la misa, en medio de rogativas públicas.
He aquí un caso de “viveza criolla”: En 1607, Diego Valverde de 25 años suscribió escritura pública jurando ante los Evangelios a no beber chicha ni vino, ni fumar tabaco durante dos años, bajo pena de 500 pesos de plata a favor de los presos del Santo Oficio. Diez meses después, Valverde, totalmente ebrio mata a su suegro y es procesado por homicidio en el fuero común y por perjuro en el inquisitorial. Por el homicidio fue sentenciado a 5 años, pero por embriagarse no fue condenado pues demostró no haber bebido chicha ni vino.
Aquel que desde la calle rondaba la casa de la mujer amada esperando verla solo de lejos y robarle una sonrisa, pues la negativa de su padre le impedía visitarla; era conocido como “percuchante”.
En 1787, por Real orden de Don Carlos III, dispuso que el “derecho de acera” perteneciera a quien tuviese la pared a la derecha. Es decir, cuando por la misma acera caminaban dos personas de clases sociales distintas, la menos importante debía ceder al otro el lado derecho de la acera al lado mismo de la pared. Por eso todos los niños fueron instruidos en la cesión de la acera a toda persona mayor o de alta dignidad.
Los capitanes españoles hasta los grados superiores tenían licencia para contraer nupcias. Los de menor grado lo tenían prohibido. Cuando nacían los hijos de los militares casados recibían el grado de alférez o de cadete con asignación de un sueldo.
Una oración se hizo famosa en nuestra tierra afectada frecuentemente por temblores: “Aplaca, Señor, tu ira, tu justicia y tu rigor. Por tu purísima sangre, misericordia, Señor”. Además, muchas casonas coloniales tenían en la parte céntrica el “cuarto de los temblores” que no era otra cosa que un cuarto similar a una jaula de maderos atados fuertemente con el único decorado de un cuadro del Señor de los Temblores y cruces de San Andrés.
El joven bravucón, ebrio y, en general, libertino era llamado “mozo de tumbo y trueno”; además de acuerdo a su “dedicación” a tales actividades recibía un apelativo mayor<. Chuchumeco.
Antiguamente, los señores fumaban cigarros puros, a los cuales les cortaban la punta. Estas eran recogidas, picadas y envueltas en papel para convertirlos en cigarros muy baratos para fumadores modestos. Tales baraturas se llamaban “puchos” y el vendedor de los mismos “puchero”.
Las “lloronas” o “plañideras” eran mujeres especializadas en el arte de las lágrimas y eran contratadas para incitar al dolor en un funeral. Las había de primera clase y cobraban las más altas tarifas. Además, en los entierros de los nobles, se presentaban los “pobre de hacha” que eran tipos menesterosos que acompañaban a las “plañideras” con cirio en mano. Ambos lamentaban con lloros y gritos histéricos la pérdida de alguna persona a la que tal vez jamás conocieron. El Virrey Croix emitió un bando prohibitivo contra las “plañideras” y los “pobres de hacha” el 31 de agosto de 1786, sin embargo esta costumbre no logró ser eliminada.
Un tipo antiguo era el “sereno”. Desde las siete de la noche, estacionado en las esquinas, hacía sonar un pito de barro; y a las diez comenzaba a pregonar o cantar las horas que daban las torres de las iglesias, repitiendo de hora en hora hasta las cinco de la mañana, diciendo: “¡Ave María Purísima, las diez han dado, Viva el Perú y sereno!”.
Por tanto consignar costumbres, algo me pasó; creo que debo terminar:


“Tal vez no creerás, lector
Pero por consignar tanto tipo
Le ha dado a tu amigo, el escritor
Un grave y fuerte hipo”