Obra pictórica de Juan Carlos Ñañake Torres
Doña cultura es la muerte (obviamente
es un sarcasmo). Será por eso que si por ella subsistimos (parafraseando a
Gonzales Prada) la vida, a menudo, se vuelve triste, ridícula y puerca. De un
tiempo a esta parte, doña cultura, se volvió estúpida (lo cual es serio como el
cáncer). No digo que se hizo ignorante, se trata de algo peor; se anonadó y se
dejó caer extasiada en brazos de aquel galán que terminó cautivándola (sino
comprándola) con vergonzosas monedas: don poder.
Si, aquella dama (antes elegante y
reflexiva) que era e infundía vida, terminó convertida en un cadáver que
resucita apenas por los influjos de aquellos que suelen honrar la inteligencia
en medio de la degeneración del homo
sapiens, el homo stultus.
Resucita pues el amor de muchos no muere, dormita; y se agiganta cuando los
frutos del intelecto ganan una mirada atenta, una lágrima generosa derramada
ante la belleza inexplicable, cuando con ojos cerrados disfrutamos el Pie Jesu, el cóndor pasa o la mamma morta y cuando buscamos
adentrarnos en realidades extraordinarias, muchas veces inimaginables, a través
de la lectura, mis favoritas son siempre los poemas de Joaquín Huamán Rinza
(ciudadano de Cañaris).
Doña cultura fue elegante. Ante su
palabra se hacía un reverente silencio. Hoy aparece ligera de ropas. Es
aplaudida y las butacas están llenas. ¿Es válido denominar cultura a la huachafería
musical de letras violentistas y misóginas? ¿Qué tipo de cultura es esta que se impone desde
los medios de comunicación (especialmente la televisión) según el interés económico
de sus propietarios? ¿No es vergonzosa la escasa capacidad de creación
artística en centros de educación llamados a convertirse en luminarias de la
inteligencia? Para Julián María, filósofo español, la cultura es la
posibilitadora de imposibilidades; cuando no la hay son posibles una serie de
cosas que no son posibles cuando la hay. El Perú es una imposibilidad.
Testimoniamos el auge de la
contracultura (no anticultura) peruana. Desde fines de la década de los 60 del siglo
pasado la concepción de la estética ha cambiado (en algunos casos se ha deformado)
dando origen a nuevos códigos lingüísticos, realidades musicales, pictóricas,
de movimiento, formas de vestir y de la comprensión de todas las manifestaciones
extra biológicas. Manadas iconoclastas furiosas se han negado el placer del
agudo de un cello, del teatro, el ballet,
la ópera y la zarzuela (con magníficos exponentes en nuestra región a mediados
del siglo pasado) confundiendo la sensibilidad con la pose aristócrata. Aun así,
contemplo la nobleza de quienes se atreven a ser y derraman originalidad en mil
intentos. Necesitamos dar libertad al ser interior, quebrarnos en millones de
trozos, pulverizarnos y difuminarnos por el universo hasta flotar en el aire y adherirnos
en todo y en todos.
Una pregunta que me ha
causado un fuerte impacto puede leerse en la novela El monje y la psicoanalista de Marie Balmar: ¿Quién, entre los mortales, no camina al borde de su propia muerte?
Hay quienes han muerto más de una vez; quienes renunciaron a sus sueños,
quienes jamás crearon y les atemoriza ser originales, quienes creen vivir
esperando a que todo termine ¿Qué le dirías al yo de tu pasado si lo
encontraras frente a frente y te concediera unos minutos?
Yo le diría, quise ser poeta
y cantor, pero me volví invisible. Me gustó siempre el silencio y grité, me
volví visible; lloraba leyendo poesías de Vallejo, hasta que memoricé versos
fríos que a otros agradaban. Finalmente decidí hacer lo que quiero. Creo que
cerrar el alma y opacar la luz de cada persona es lo que nos hace muertos
vivientes. Culmino la idea de Gonzales Prada (referida en el primer párrafo) y
respondo, nosotros podemos derramar algo
de regocijo en esa tristeza, algo de elevación en esa ridiculez y algo de
limpieza en esa porquería.