lunes, 10 de agosto de 2020

¿Y cuándo la cultura?

 

Obra pictórica de Juan Carlos Ñañake Torres

Doña cultura es la muerte (obviamente es un sarcasmo). Será por eso que si por ella subsistimos (parafraseando a Gonzales Prada) la vida, a menudo, se vuelve triste, ridícula y puerca. De un tiempo a esta parte, doña cultura, se volvió estúpida (lo cual es serio como el cáncer). No digo que se hizo ignorante, se trata de algo peor; se anonadó y se dejó caer extasiada en brazos de aquel galán que terminó cautivándola (sino comprándola) con vergonzosas monedas: don poder.

Si, aquella dama (antes elegante y reflexiva) que era e infundía vida, terminó convertida en un cadáver que resucita apenas por los influjos de aquellos que suelen honrar la inteligencia en medio de la degeneración del homo sapiens, el homo stultus. Resucita pues el amor de muchos no muere, dormita; y se agiganta cuando los frutos del intelecto ganan una mirada atenta, una lágrima generosa derramada ante la belleza inexplicable, cuando con ojos cerrados disfrutamos el Pie Jesu, el cóndor pasa o la mamma morta y cuando buscamos adentrarnos en realidades extraordinarias, muchas veces inimaginables, a través de la lectura, mis favoritas son siempre los poemas de Joaquín Huamán Rinza (ciudadano de Cañaris).

Doña cultura fue elegante. Ante su palabra se hacía un reverente silencio. Hoy aparece ligera de ropas. Es aplaudida y las butacas están llenas. ¿Es válido denominar cultura a la huachafería musical de letras violentistas y misóginas?  ¿Qué tipo de cultura es esta que se impone desde los medios de comunicación (especialmente la televisión) según el interés económico de sus propietarios? ¿No es vergonzosa la escasa capacidad de creación artística en centros de educación llamados a convertirse en luminarias de la inteligencia? Para Julián María, filósofo español, la cultura es la posibilitadora de imposibilidades; cuando no la hay son posibles una serie de cosas que no son posibles cuando la hay. El Perú es una imposibilidad.

Testimoniamos el auge de la contracultura (no anticultura) peruana.  Desde fines de la década de los 60 del siglo pasado la concepción de la estética ha cambiado (en algunos casos se ha deformado) dando origen a nuevos códigos lingüísticos, realidades musicales, pictóricas, de movimiento, formas de vestir y de la comprensión de todas las manifestaciones extra biológicas. Manadas iconoclastas furiosas se han negado el placer del agudo de un cello, del teatro, el ballet, la ópera y la zarzuela (con magníficos exponentes en nuestra región a mediados del siglo pasado) confundiendo la sensibilidad con la pose aristócrata. Aun así, contemplo la nobleza de quienes se atreven a ser y derraman originalidad en mil intentos. Necesitamos dar libertad al ser interior, quebrarnos en millones de trozos, pulverizarnos y difuminarnos por el universo hasta flotar en el aire y adherirnos en todo y en todos.

Una pregunta que me ha causado un fuerte impacto puede leerse en la novela El monje y la psicoanalista de Marie Balmar: ¿Quién, entre los mortales, no camina al borde de su propia muerte? Hay quienes han muerto más de una vez; quienes renunciaron a sus sueños, quienes jamás crearon y les atemoriza ser originales, quienes creen vivir esperando a que todo termine ¿Qué le dirías al yo de tu pasado si lo encontraras frente a frente y te concediera unos minutos?

Yo le diría, quise ser poeta y cantor, pero me volví invisible. Me gustó siempre el silencio y grité, me volví visible; lloraba leyendo poesías de Vallejo, hasta que memoricé versos fríos que a otros agradaban. Finalmente decidí hacer lo que quiero. Creo que cerrar el alma y opacar la luz de cada persona es lo que nos hace muertos vivientes. Culmino la idea de Gonzales Prada (referida en el primer párrafo) y respondo, nosotros podemos derramar algo de regocijo en esa tristeza, algo de elevación en esa ridiculez y algo de limpieza en esa porquería.