martes, 21 de julio de 2020

Somos una sociedad poco inteligente

Si la inteligencia es nuestra salvación, la estupidez es nuestra gran amenaza


Somos una sociedad poco inteligente, en síntesis. Han fracasado la inteligencia política y la ciudadana de tal forma que aquella visión basadrista de un “estado empírico y un profundo abismo social” continúa vigente y sin el más mínimo atisbo de transformación. Nos vamos constituyendo en una oclocracia, donde el tumulto y la muchedumbre impone su razón a pedradas y donde la diversidad (palabra usada de manera tan cínica) invocada por los políticos y feministas termina cada vez que alguien solicita explicaciones o contradice sus argumentos.
Somos una sociedad cínica que corre tras el discurso demagógico, la debilidad moral, las dádivas y los ofrecimientos nunca realizados; para luego, como en un círculo vicioso (o estúpido) pedir la revocatoria o lapidar a quienes ellos mismos eligieron y representan, de sobra, la calidad paupérrima de su elección irresponsable. Nuestra sociedad tilda de inconformes y pesimistas a quienes, con conocimiento de la historia y algo (no de suma) inteligencia argumentan la necesidad de una profunda reflexión, convergencia, renuncia a posiciones particulares y conclusiones sostenibles como única salida para el país.
Si, lamento decirles que se abre paso la estupidez vestida de oro, representada por un grupo de gorilas televisivos que ganan más dinero que el mejor científico peruano y no saben el valor de pi (¿3.1416?); por infames personajes que fungen de periodistas (no pisaron jamás las aulas universitarias) cuyo propósito es embrutecer cada día más a la sociedad con un leguaje farandulero y procaz que enaltece a Chacalón y se burla José Effio, Baca Rossi o Ñañake. Si, aunque nos avergüence, es la sociedad en la que vivimos, acostumbrada a mirar de reojo las oportunidades de mejora, facilista, informal, que se golpea el pecho con la mano derecha y no confirma su fe con las obras que exige cada vez que se escandaliza inmisericorde por los pecados ajenos.
La inteligencia es nuestra salvación y la estupidez es nuestra gran amenaza, diría José Antonio Marina (creo que pensaba en nosotros). Hay que ser estúpidos para reconocer la corrupción y no combatirla ni denunciarla; para ver el sufrimiento del pobre, allá en sus casuchas endebles y maltrechas ya ornadas con una pequeña y rota banderita que nos hace recordar la miseria de la clase política (¿clase?) de nuestra patria tan acostumbrada a darles limosnas y a convertirlos en una estadística para volverlos invisibles despersonalizándolos y negándoles la dignidad. Si, nuestra sociedad ha negado a la inteligencia la posibilidad anhelada de tocar sus instituciones por la razón sencilla de haber sido arrojada de los hogares y de los círculos que deben venerarla (me refiero a las universidades y cuidado con ofenderse: “por sus frutos los conoceréis”).
Hoy, el fracaso de la inteligencia se ve en las calles y por ella circula un nuevo tipo de persona, estulta y de inteligencia fracasada: los que asocian su alivio por estar de regreso en las calles luego de un tiempo de encierro, con su estabilidad emocional. Mientras más salen más tranquilos están y más felices son. Salen y se amontonan, seres de tumulto, de mancha; estúpidos intrínsecos que sueñan con el bullicio de una fonda y un amanecer aguardientoso con humor a flatulencia y cigarrillo. Estúpidos consuetudinarios a quienes nada puedes decir pues, en su lamentable unicidad, no te escucharían y, de hacerlo, no abandonarian las calles pues su idea de gatos techeros o de perros sin dueño los conducen de inmediato a la razón de su ser: la calle y su efecto (aunque sea virulento).
Antes de continuar, pido disculpas a las personas inteligentes (que las hay y muchas) este discurso no es para ellos; disculpas a los buenos maestros universitarios (lectores, investigadores y trabajadores del conocimiento que nos ayudan con sus publicaciones y productos); me diculp, también, con gatos y perros.
La irracionalidad va triunfando y se encumbran, como el virus, al ritmo de la curva (ex meseta) que ellos dibujan e impulsan con alegría y ahínco. Ellos, están de fiesta mientras mueren miles. Gritan de entusiasmo y babean ebrios ingeniándoselas para evitar el ruido llamativo que convoque a la autoridad. Perdón, he cometido un error, la autoridad en este tiempo también es estulta y, en casi todos los casos, corrupta. Están convencidos que la vida es una sola y que el aislamiento social debilita, envejece, atrasa, amodorra, entristece... Son felices faltando el respeto a quienes cumplen la norma, a los miles de enfermos y sus familiares, a los médicos y trabajadores que sí deben salir pues de ellos depende la salud y la economía de la nación. Ven la estadística y se encogen de hombros pues el daño del prójimo es su tipo de sensualidad.
Corrupción y estupidez son los dos lados de la cotidiana moneda. Hay estúpidos en autos y vestidos de corbata. También los hay en andrajos y descalzos. Están en condominios, urbanizaciones y asentamientos. Los hay en todos los espacios alimentada por una televisión vergonzosa que vuelve admirables a los asesinos y no se pone a disposición de la paz, la educación y el bienestar social (¿puede más el rating?).
Tenemos que elegir a diario entre estupidez e inteligencia. Depende del ciudadano seguir actuando bien pues nuestros enemigos andan sueltos: el virus y los estúpidos que lo ayudan a pervivir.