Imagen tomada de http://criticaart.blogspot.com/2015/03/reafirmacion-virtual-con-la-llegada-de.html
El hombre es un ser imperfecto y dependiente. Está abierto al futuro,
crece y tiene en sus manos su propio destino. La plenitud de la felicidad, a la que aspira, la
logra en acción con los demás pues sabe que es imposible alcanzarla solo. Se relaciona
con el entorno pues lo necesita. Sin embargo, vemos que la persona de este
tiempo se ha desdoblado en un yo presencial y otro virtual; y como nuestro “yo”
se configura a partir del autoconocimiento y de la adaptación del ser al medio,
pueden resultar en una misma persona dos identidades distintas, una en el
espacio físico real objetivo (presencial) y otra en el espacio irreal subjetivo
(virtual). En el espacio presencial ves y te ven, tocas, hablas, escuchas y
tienes una apariencia definida por la percepción del otro. El espacio virtual
desarrolla la expresión utópica del ser (ideal, fantástica, imaginaria, irrealizable y paralela o
alternativa a la del mundo real) y así los perceptores ven, oyen, tocan,
escuchan… lo mejor de una persona construida y perfeccionada con el uso de
herramientas digitales de acuerdo a las necesidades de aceptación y
reconocimiento del ser. No es extraño, por ejemplo, que las amistades virtuales
no se consoliden en el espacio real o que dos personas que se reconocen,
comparten actividades, dialogan y se tienen cariño en el espacio virtual; al
reconocerse físicamente en el espacio real se cohíban y pasen de largo con una
sonrisa tímida para volver a desinhibirse al reencontrarse en su espacio
“natural” (obviamente artificial, irreal e invisible). Actualmente la cultura y las identidades se
constituyen a través de las tecnologías de la comunicación y, especialmente,
las redes sociales cuyas comunidades transnacionales generan vínculos distintos
entre las personas. Las necesidades humanas han encontrado en el espacio
virtual una nueva vía de satisfacciones o insatisfacciones con las consabidas sensaciones
de placer o dolor. La oferta de cosas (vestido, alimentos, energía, casas,
infraestructura, destinos turísticos, etc.) de nuevos conocimientos (idiomas,
finanzas, especializaciones, oratoria, historia, etc.) de afecto y relación con
los demás (amistad, enamoramiento, consejo, soporte emocional, etc.) hoy en día,
también, es online y llegará a satisfacernos en cuanto seamos más capaces de comprender
y controlar la realidad que nos rodea (en el espacio real) y aquella de la “nube”,
invisible, pero influyente e imprescindible (en el espacio irreal, virtual).
Podríamos decir que las necesidades de tener, saber y amar que se desarrollan en
el transcurso de nuestra vida han descubierto un nuevo espacio para proyectar
la imagen ideal de cada uno. Un espacio en el que se puede construir,
individualmente, un ser más bueno, más inteligente, más hermoso, más alto, más
asertivo, de quien realmente es. A esa suerte de androide construido por
nosotros mismos (de una manera similar que un “avatar” de Facebook) le
permitimos instalarse en el espacio de la irrealidad hasta darle autonomía en
su propio crecimiento y acciones. Al final, no somos uno, nos hemos convertido
en dos, con lo cual hemos creado (sin querer) dos mundos antagónicos e
irreconciliables, incongruentes y versátiles (¿?) que siguen cambiando en un
proceso de construcción que avanza según los nuevos descubrimientos y necesidades
artificiales de la humanidad del tiempo real. El ser humano se ha hecho más
consciente que la posesión material, la propiedad de las cosas, es frágil. Los objetos
que adornan nuestro cuerpo, los artefactos instalados en casa, todo,
absolutamente todo lo real, podemos perderlo con facilidad. Esto no ocurre en
el espacio virtual, aunque la idea de “perder” o aquellas otras de abandono y
maldad, también están siendo desarrolladas al punto de “deshumanizar” al yo
virtual ideal de cada uno.
La reputación, el buen nombre, la
buena opinión o consideración, el prestigio y la estima que construimos con
respecto de nuestra persona real es intransferible a la persona del espacio
virtual que tiene su propia reputación online, en ocasiones, más vistosa y
desarrollada que la de su creador. Peligrosa e inevitable situación la que nos
toca vivir bajo el influjo artificial de una burbuja a la que solo debemos
pinchar con el alfiler del sentido común.