Una sentencia de Jim Nightingale,
refiere: “Hay errores
complejos, profundamente arraigados en la manera como están forjadas nuestras
mentes. Pero podemos evitarlos”. Hay otros errores, los sencillos. Pienso que
hay complejidad y sencillez también en los aciertos “arraigados” en nuestra configuración
mental y creo que la sencillez o complejidad de nuestros actos descubren una convivencia
fatal.
La estulticia merece un estudio en
profundidad y, como objeto, un espacio permanente y especializado de reflexión
intelectual (una sencilla pregunta podría propiciar el dialogo o debate: ¿Es causa
o efecto de la incivilidad?). La inteligencia ya ha sido estudiada (de hecho,
lo seguirá siendo) y la sapiencia mira solo de reojo y en vertical descendente
su propia miseria. Estulticia (estupidez) e inteligencia son las dos caras de
la misma moneda. La incapacidad y la capacidad humana para ser y hacer,
actuando en intervalos aunque disfrazadas en la mayoría de los casos la una con
la otra. Ambas están presentes en toda persona y espacio de interacción social en
mayor o menor medida. La estulticia esta desacreditada y hace mucho fue
desalojada de su trono platónico de la razón pura. Ser estulto no guarda
relación con reconocerlo.
La naturaleza no es estulta. Las cosas
no lo son per sé. La persona no nace estulta. Es la sociedad, es decir, la
humanidad entera la que se estupidiza entre sí. La estulticia, aquí estudiada, es propia de
personas “sanas” (no se piense que me refiero a portadores de patologías
mentales). Se requiere a la persona para que la estupidez aflore, primero en
ella y luego en casi todas sus manifestaciones culturales, como se aprecia a lo
largo de la historia (decir “casi todas” temo también sea una estupidez). Así,
las decisiones son inteligentes o estúpidas, no hay término medio. Lo cierto es
que a nadie le place ser, parecer o sentirse estúpido aunque todos carguemos
estoicamente el bulto y sea más pesado en unos y menos en otros.
No la vemos pero la intuimos. Es la torpeza
notable en comprender las cosas, la falta de inteligencia que toma matiz de
rudeza y, por su raíz latina, el aturdimiento o atolondramiento que inspiran
los actos sin reflexión. Convive con la inteligencia por lo cual no somos
completamente estúpidos (aunque tampoco completamente inteligentes). Podemos crear
belleza, amar, dar felicidad, mejorar el mundo y gobernarlo con éxito; pero también
podemos promover horror, destruir, odiar, matar, calentar la atmósfera en tal
medida que alteramos la naturaleza promoviendo muerte, hambre y tragedias. Los efectos
de la estupidez y la inteligencia son notorios. Sin embargo, la estupidez se
jacta de influenciar más errores que la inteligencia aciertos.
La inteligencia fracasa cuando se
hace habitual la práctica de la estupidez. El campo de acción (escenario) trasciende
lo académico. Donde haya interacción humana: en las instituciones o en la vía
pública, en la biblioteca o en el hogar, en el congreso, la sede de gobierno,
en los conflictos vitales y en cuanto espacio de intervención humana exista,
está presente, latente, constante. José Antonio Marina escribió (también sobre
la estupidez) hace unos años que mientras los triunfos de la inteligencia
generan felicidad, sus fracasos (las estupideces humanas) generan desdicha.
No haré apología de la pretendida
ciencia de la estupidología, propuesta por G. Livraghi en su obra “El poder de
la estupidez” (2004) y, sin embargo no puedo subestimar la estulticia. Soy actor
y testigo de mi propia estupidez y de otras estupideces. Creo que el mundo
puede ser mejor si actuamos con más inteligencia. Las personas pueden ser
felices, sentirse promovidas, vivir en mejores condiciones con solo activar la
inteligencia. Me pregunto, Si es una
permanencia en la involución social y cultural ¿Por qué sus efectos han sido poco
estudiados? Esa también es una estupidez (no la pregunta, sino la falta de
estudio).
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