1.- Hagiografía de José de Espinosa y Valdivieso
1.2.- Segundo momento: el inicio de su trabajo evangelizador
Dos hechos resalta el cronista sobre el inicio de la obra evangelizadora de José de Espinosa; de una parte el notorio llamado de Dios, diligentemente aceptado por el Venerable Siervo para el inicio de tan encomiable labor, y de otra, las dificultades, que ocasionaban temores y desconfianzas breves, para la realización de la encomienda:
a) La débil salud de Espinosa que dificultaría su empeño de acceder a los Andes.
b) El rechazo por lo hispano que manifestaron en diversas oportunidades los naturales de la zona por lo que expulsaban de sus linderos a los evangelizadores o les quitaban la vida. En la montaña donde Espinosa planifico evangelizar “fue lanzado (hacia) pocos años un santo clérigo…”.
c) Se sabía que los naturales se interesaban rápidamente por algunas dadivas y bienes materiales. Espinosa iría en total estado de pobreza.
d) Espinosa viajaría solo, lo cual significaba una acción temeraria en inhóspitos parajes tan difíciles como desconocidos. Además, desconocía la lengua de los naturales.
Superados los inconvenientes logro el Siervo la licencia del Provincial de la Orden. El periplo se inicio y con él las mortificaciones “… miraba la aspereza de los andes como esfera de su libertad y centro de su descanso… (Llevaba) una serrana y mal enjaezada mula” además de una pobre y raída frazada, una alforjilla. Su primer destino seria Huamanga donde planeaba contratar los servicios de un arriero.
Don Benigno Uyarra nos pide al inicio de sus comentarios sobre la crónica no tomar literalmente algunos pasajes de la misma. A continuación trascribo la escena de la partida de espinosa donde pudo haberse producido un milagro: “despedido con tiernas lagrimas de una bella imagen de María, en su Concepción, colocada en nuestra portería de San Ildefonso, dulce blanco de sus amores y también con dulce jubilo de sus hermanos, a quienes dejo tan tiernos como envidiosos, se partió de esta ciudad, tan ansioso de llegar a su apetecido centro, que solo el tormento de la dilación, se le hizo intolerable, entre las infinitas incomodidades que padeció, yendo tan mal aviado, flaco y mal vestido, por tan ásperos senderos”.
Una vez en Huamanga tomo conocimiento del estado de la evangelización de los naturales del pueblo de “San Miguel” desde la muerte de su cura doctrinero y determino hacer una escala en su subida a los Andes en la Provincia de Huanta. En dicho lugar su labor evangelizadora le mereció el reconocimiento y veneración de la gente y “paso a hacerse dueño de todas las voluntades” recibiendo el encargo de conducir el Hospicio de la Misericordia “juzgando (la gente) que ninguno cuidaría con mas puntualidad de la salud de los enfermos del cuerpo, que él, que tanto anhelaba por el remedio de los dolientes del espíritu”.
Siendo muy pocos los enfermos por atender, la casa sirvió como hospedaje de los Padres que entraron a la montaña, de escuela donde aprendieron la lengua de los naturales y como lugar de doctrina para los pobladores necesitados de Dios. Mientras trabajaba en tales labores, se enteraba de los caminos o sendas que debía tomar para entrar más fácilmente en la montaña. Finalmente, acompañado de algunos agricultores que tenían sus campos en las faldas de las montañas y habiendo conseguido apetecibles “alhajas” para los indígenas (hachas, cuchillos, machetes e instrumentos de labranza) partió hacia su anhelado destino.
La primera fundación realizada por Espinosa es el pueblo de Jesús María. Vázquez nos da detalles al respecto “ hay, desde el pueblo de Huanta hasta el de Jesús María (primera fundación de nuestro V.P, dentro de la montaña) treinta y cuatro leguas de tan elevados cerros y profundas quebradas, que estas parecen pórticos del Abismo, aquellos puntales del cielo…” el lugar era de una geografía y clima bastante agresivos “a esta tierra de aspereza, añaden nuevos peligros las nubes, pues no esmaltan de menudo aljófar, la esmeralda de las yerbas, sino anegan en diluvios, la soberbia de aquellos encumbrados montes, robándoles con brazos crecidos de cristal, ya que no el vestido de los verdes robustos arboles, toda la bella guarnición de las yerbas y menudas plantas”.
El principal, casi el único, alimento de Siervo consistió en yucas, maíz y camotes. Su perspicaz inteligencia le permitió el aprendizaje del idioma de los naturales, no con poco esfuerzo, esto le significo vencer su mayor dificultad.
Su trabajo evangelizador lo desarrollo entre los indios llamados “Ninarvas” (“hombres de candela”) eran también llamados “chunchos”. Conoció de inmediato el nombre de sus ‘divinidades’: Lamagari, Marinanchi, Atentari, Atengarite, Camateguia, Asinquiri. Se anima el cronista Vázquez a describir a los naturales “Enseñados quizá, de sus horrendos dioses, que fundan la valentía en el espanto aparente de sus figuras; así añadiendo a su fealdad abominable que les dio la naturaleza, otra mayor en el artificio, se embijan o pintan el rostro, piernas y brazos, de tan varios y desapacibles colores, que no parecen moradores del mundo sino del abismo; de suerte que el más osado que los encontrara de repente, excusara el herirlos, por no verlos”. Agrega “usan solo, como cobardes del arco y flechas envenenadas… cuando matan con sus flechas en aquellos espesos bosques, es objeto de su goloso apetito… con ser tan intolerable el calor de esta montaña, no solicitan en la desnudez el socorro… (su vestido) se compone de una cusma o túnica de bien tupida lana que les cubre todo el cuerpo, desde el pie de la garganta hasta la garganta de sus pies… no trabajan más de lo preciso para sustentar su vida… lo demás del tiempo se consume en ocio detestable, padre de la embriaguez y la lujuria… no son en extremo interesables y codiciosos… no son aplicados a la rapiña ni al hurto” es este sentido, al reconocer su honradez, el cronista menciona “en fin, no hay gente por bárbara que sea, que no tenga alguna virtud que sirva de enseñanza y confusión, a los que rodeados de tantos auxilios y ejemplares, solemos carecer de todas”.
Con el paso del tiempo vieron los naturales de la zona la sinceridad en el hablar y el actuar de Fr. José de Espinosa pues “andaba por la fragosidad de la montaña en busca de indios como el cazador en el monte en pos de las fieras… ¡que hambres, que sustos, que desvelos, que destemples y fatigas, le costaría cada alma a este singularísimo cazador del cielo… pero salió de acero pues ni el continuo caminar le quebrantaba, ni el secar el calor del cuerpo la humedad continua de la ropa lo entumecía; ni lo enfermo, ni debilito la sobra de destemples y la falta frecuente de alimento…”.
Por lo anterior, aquellos indios que lograron el conocimiento de Dios siguieron a Fr. José de espinosa como la oveja al pastor. Se buscaron el territorio más próximo en las faldas de la montaña e hicieron, según indicaciones de espinosa, un centro poblado con casa “que aunque solo merecían el nombre de huasis (guasis) comparadas a nuestra vanidad, eran palacio para la suma estrechez y pobreza de aquellos indios”. La labor civilizadora de espinosa se hacía más sencilla debido a su testimonio de vida, por lo que los indios “se sujetaron con docilidad a las leyes que les quiso imponer su fundador y, como la Ley de Dios, que era todo el anhelo del V.P, no puede establecerse si se atropella el derecho de la naturaleza, aun antes de erigir capilla para los ministerios de la fe católica, como si fuera señor de todos aquellos montes, distribuyo a cada familia todo el ámbito de la tierra que cada uno juzgo necesaria para su sustento y proporcionada a sus fuerzas… quedaron todos satisfechos de la equidad de su pastor que solo se dispusieron a que fuese la obediencia de su labranza la primicia”. Al pueblo fundado se le llamo Santa Cruz. Hombres y mujeres, niños y adultos fueron voluntariamente bautizados. El numero de convertidos alcanzo a doscientas familias.
El rápido aumento de la población motivo la necesidad de un territorio más extenso; “no lo hubo bien propuesto a sus amados hijos su intención cuando, prevenidas de su diligencia las razones, partieron con él al punto, a disponer el lugar en que se había de erigir la nueva población”. Levantado el nuevo pueblo se edifico la capilla de troncos y cañas cubiertos de barro.
Con el tiempo, enterados de sus avances, desde Lima, Huamanga, Cuzco y otras ciudades; comenzó a llegar ayuda con la que se construyeron tres altares en el templo; el primero consagrado a Jesús, José y María; el segundo a Jesús Nazareno y el tercero a Nuestra Señora “en su Soledad dolorosa”. Se cubrieron las paredes con elegantes pinturas y, para el Santísimo Sacramento, consiguió la donación de una lámpara de plata. La buena fama del lugar permitió que muy pronto indios de otras zonas lleguen no solo a procurar el aumento de la población sino también el aumento de la grey.
1.3.- Tercer momento: la llegada de Fr. Alonso de Vivar
Fue impresionante el crecimiento de la obra evangelizadora de Espinosa; lo fue de tal manera que si bien el jubilo reinaba en el corazón del Venerable Siervo de Dios, su razón y la obediencia a la voluntad de Dios le indicaban que era el momento de una mayor cantidad de operarios para la mies. Oraba constantemente pidiendo al Señor nuevos obreros y “oyó el Señor tan bien fundados clamores, pues, formando de la fama, (con que ya volaba por casi todo el reino, con glorioso crédito, la misión de los montañeses chunchos) agudas y penetrantes saetas, hirió los corazones de algunos religiosos con ardiente celo y ansia de aspirar a esta conquista”.
El segundo misionero en ingresar a estas tierras vecinas al Marañón fue el Padre Alonso de Vivar natural de Burgos (España); hijo de Don Francisco Pérez de Vivar y Doña María Ruiz Motejo. Siendo joven, cruzo el Atlántico y llego a Lima dedicándose a la actividad comercial. Demostró poca agudeza para tales menesteres. Siendo inclinado a lo bueno y honesto conoció, la mayor parte del tiempo de muchas perdidas y pocas ganancias.
Esta amarga experiencia le valió para inferir que no era esa la actividad a la que Dios le había llamado sino la que considero como “los comercios de la gloria”. Respondió prontamente a este llamado acercándose a las puertas del Convento Grande de los agustinos, pidiendo al superior vestir el sagrado hábito de la orden. Pronto se reconocieron en el las virtudes de humildad, obediencia, recogimiento y modestia. Un año después concluyo el noviciado e hizo profesión.
No le dedico mayor tiempo al estudio (del cual le intereso solo la Teología Moral) pidiendo como sacerdote la licencia para retirarse a un pequeño convento en la Provincia de Arriba ubicada en el Alto Perú (el cronista desconoce la localidad exacta). En tal lugar se entrego de lleno a los ejercicios místicos y religiosos. Más tarde se enteraba de la misión de Fr. José de Espinosa, sus enormes progresos y necesidades y “como estaba en su corazón bien encendida la llama de la caridad con los prójimos, con este celestial soplo, levanto tan poderoso incendio, que no hubo embarazo alguno, que no mudase en pavesa”. Luego “pidió, después de consultarlo a Dios en la oración, licencia para la empresa al prelado, y como el corazón de esta estaba prevenido de la mano que dio a su siervo el impulso, al punto le concedió la licencia aunque conoció la falta que hacia al convento tan ejemplar religioso”.
El encuentro de Fray Alonso con el Padre José de Espinosa es narrado por el cronista de manera tal que resulta imposible no estremecerse ante la mucha fe de tales hombres de Dios:”(luego de) inmensa fatiga y trabajos padecidos con paciencia en los caminos, llegó, por fin, con singular regocijo de su espíritu (…) a los brazos del Siervo de Dios Espinosa. ¡Oh qué grande sería su consuelo, al ver en medio de la siembre tan fervoroso operario y, a vista de sus fatigas, un Cirineo tan piadoso…lleno de tiernas lágrimas, alabó al Señor nuestro nuevo misionero”.
Muy pronto Fray Alonso destacó por su carácter suave y cariñoso con los indios; no solo acompañó sino admiró al Padre José de Espinosa, con quien trabajaban insistentemente el catecumenado. Vivían ambos misioneros en condiciones de pobreza total en “una vivienda tan estrecha, desabrigada y ruda, una cama tan despojada de ropa y alivios permitidos al reposo, que eran más apetecibles las tareas del día, que los reposos de la noche”. Eran “enemigos” de su labor el calor sofocante, las lluvias y zancudos.
Notaron los santos Siervos de Dios que, si bien es cierto los indígenas permanecían a su lado y recibían la doctrina cristiana con relativa mansedumbre, era muy poco lo conseguido en cuanto a la doblez de sus vidas. Mostraban demasiado interés por las dádivas y beneficios materiales que obtenían de la misión. Ya no pedían, ahora exigían a los frailes por mayores regalos; exigencias hechas, en muchas ocasiones, con fiereza y amenazas. Además, era necesario contar con protección militar para continuar adentrándose en la Amazonía y garantizar la continuidad de su acción evangelizadora. Decidieron entonces los padres, que al benigno trato brindado a los naturales debía agregarse, ahora, la más severa disciplina.
Narra el cronista Vázquez. “habiéndose portado hasta aquí los padres bastante benignos con esta ruda gente, juzgando que bastaba la simplicidad de palomas, donde no se reconocían tiránicas astucias; pero, advirtiendo con el frecuente trato, cuan débil medio era el cariño para sujetar la altivez engreída de estos indios, y con qué insaciable hipocresía, solo al costo de repetidas dádivas se sosegaban un poco, para volver con más petulancia a repetir rebeldías y amenazas, fieros trataron de armarse de la prudencia de serpientes y aún de la ferocidad de estas, para que templándoles el miedo, la demasiada codicia, no quisiesen hacer vendible la perseverancia. Eran, aunque no en la ignorancia, en lo mezquino y antojadizo, como los niños, estos bárbaros; porque así como los pequeñuelos lloran, porque les den lo que apetecen, y, después de conseguirlo, si les ven a sus padres otras cosas, vuelven a gemir, hasta lograrla; así estos indios, en sabiendo que los padres tenían algunas coas de las que ellos apetecían, todo era gruñir y amenazar, hasta lograrlas; y, en consiguiéndolas, sin enmendarse ni corregirse, tornar con más duras molestias a pedir, no por necesidad, sino por avaricia”.
Solicitaron los frailes misioneros al Virrey una escuadra de soldados pues “son los españoles armados, el coco de todos los indios…” con la finalidad de atemorizar sin el menor deseo de usar la violencia que origina “la rapiña y la disolución…”.
Lograron una escuadra de veinte hombres armados con espadas y arcabuces capitaneados por Don Juan de Aguilar y su hermano, el alférez Don Francisco de Aguilar; ambos “hidalgos honrados y virtuosos…a quienes el interés de facilitar la conquista de las almas, los animó al laborioso ingreso de las montañas…no parecían profesores de la milicia de Marte, sino de la de Cristo”.
El resultado que produjo en los naturales la presencia de la milicia fue inmediato pues “grande fue el impacto que produjo…la embriaguez, duplicidad de mujeres y rendimiento al demonio, se fueron viendo más distantes de la ejecución…perseveraron muchos años corregidos”.
La continuidad de la acción evangelizadora toma, desde este instante, características de avanzada con el apoyo de la fuerza militar, así lo decidieron pues “no el temor de perder las vidas que a Dios tenían sacrificadas, desde que emprendieron conquista tan peligrosa, sí el recelo, de que muriendo ellos, no se arruinasen tantas almas, obligó a los padres a hacer esta segunda entrada a lo interior de estos intrincados laberintos, abrigados de temporal milicia”. Los soldados, entonces, eran los primeros en ingresar a cualquier centro poblado para doblegar el ímpetu de los naturales. Cuando eran vencidos, hacían su ingreso los misioneros y su mensaje: “les ataban las manos los soldados, y con el cariño y la liberalidad les abrían los oídos los ministros”.
¿Puede considerarse positivo este nuevo estilo evangelizador emprendido? El cronista da su propia respuesta “con este medio domesticaron muchas de aquellas cerriles fieras, y con este medio, tuvieron más corregidos a todos los que olvidaban el ser modestas ovejas, mostrando los dientes del antiguo, cruel lobo”.
1.4.- Cuarto momento: Fray Agustín de Hurtado y sus heroicas virtudes
Fray Agustín de Hurtado, limeño; hijo de Don Juan Hurtado de Ibarguen y de Doña María de Loaiza, “nobles en la sangre y nobilísimos en la virtud”. Se incorporó a la Orden de San Agustín antes de cumplir la edad de quince años, recibiendo formación de los Padres Pedro de Tovar, Lagunilla y Cantillana. Su noviciado tuvo duración de dos años y medio.
Los progresos en su formación fueron notorios: “así, sin faltar en nada a las precisas obligaciones de religioso y sacerdote, corrió algunos años, empleando en obsequio de la religión, su buen talento, ya en el púlpito, con agudos y elegantes sermones; ya en la cátedra, leyendo un singular curso de artes y muchas materias teológicas, en que logró muy especiales discípulos… lo sacó Dios de aquella calma… para encenderlo en ansias caritativas de convertir infieles”.
El cronista refiere que Hurtado conocía a Fray José de Espinosa a quien tuvo de confesor. Además, menciona dos “enfermedades” que padecía: “había siempre padecido el Siervo de Dios dos enfermedades que no carecen de parentesco: escrúpulos e hipocondría…”. Otros le tuvieron por orate debido a su vida solitaria y abstraída: “…llegaron muchos a pensar falta de la cabeza, lo que era sobra de seso…” más adelante se puede inferir que el Fraile Hurtado padecía de dolores de cabeza y estomacales, así como de mala visión por ser corto de vista.
En determinado momento, por gracia divina, manifiesta Hurtado su interés por seguir los pasos del Padre Espinosa, su confesor y maestro. Lo tuvieron por loco. Decidió buscar la ayuda de una sabia mujer de la época, la Madre Antonia, de las nazarenas. A ella manifestó el ardiente deseo de su corazón. Rápidamente noto la honestidad del misionero. Madre Antonia comunicó a un sacerdote los deseos de Hurtado; era aquel sacerdote uno de quienes pensaban en la locura de Hurtado, no fue para nada extraño que prohibiera a la religiosa cualquier conversación con Hurtado. La religiosa obedeció con tristeza, sin dejar de orar junto a sus “penitentes hijas”. Las oraciones dieron fruto y terminó el sacerdote consultado convencido de las virtudes de Hurtado.
Tal como ocurriera con Espinosa, Hurtado tiene un tierno “encuentro” con la Madre de Dios antes de partir a su misión evangelizadora en la montaña. El cronista narra la experiencia: “Una bella imagen de Nuestra Señora de Belén que tuvo siempre consigo y veneró con gran ternura, le habló sensiblemente en Lima y en la montaña; allí, animándole a la empresa y serenando sus tempestuosas dudas, y, aquí, noticiándole de su dichoso martirio y gloriosa muerte, y, ¿quién duda no excluiría de sus inefables coloquios el hijo, al que hallaba digno de los suyos, su soberana Madre?”
Solícito pidió al superior de la Orden la licencia para partir a la montaña y como se la negara debido a su débil salud “se dejó caer humilde y afligido en los brazos de la ordenación divina: ¡Oh, Señor! Le decía más con lágrimas que con voces, si son estos impulsos vuestros, pues son superiores a toda la naturaleza; ¿Cómo así me cerráis, al tiempo de la ejecución, las puertas? ¡Oh, quitadme los deseos, si no son de vuestro agrado y, si lo son, dadles luz a mis superiores, para que sin dilación, ejecuten vuestra voluntad”.
En todo tiempo la Madre Antonia animó al entristecido sacerdote, hasta que, cumpliéndose la voluntad perfecta del Divino hacedor logró licencia para partir a la montaña en el momento que considere conveniente. No esperó más y partió totalmente pobre, prefirió no despedirse y caminó cinco leguas hasta la zona de Cieneguilla. Encontrándolo en el camino un sacerdote y, pidiéndole razón de su destino, le dijo “voy a obedecer al altísimo como ministro suyo”. Sin embargo, el estado de su apariencia era tal que aquel sacerdote lo tomó por ido y comunicó el hecho al Padre Provincial de los agustinos quien envió a Fray Bernardo de Jesús al rescate de de Hurtado, a quien encontró fatigado y con los pies ampollados, con la orden de volverse en obediencia a la capital.
Retomó el viaje unos días después, esta vez contaba con “cabalgadura y guía”. Después de días enteros de penurias llegó a destino siendo recibido por Fray José de Espinosa en un ambiente de gozo y agradecimiento pleno a Dios. Días después, habiendo recibido de Dios la convicción de su ministerio, “le suplicó (al Padre Espinosa) más con lágrimas que con voces, lo admitiese en su compañía, como rendido novicio, en tan sublime ministerio, y, que, si en el año de probación, reconocía su iluminada prudencia, que no era propósito para tan sublime oficio, lo despidiese luego de su santa compañía…”.
La decisión fue dura de tomar para Espinosa “porque como era tan humilde como Hurtado, y lo tenía por más sabio y grande amigo de Dios, juzgaba que no podía, sin visos de altivez, mandar como a su novicio, al que tenía destinado para Maestro y Director de su espíritu, pero obedeciendo las lágrimas y deprecaciones del recién venido todas las duras resistencias de su humildad, lo admitió a las sumisiones de novicio, quedando el uno en este lance no menos mortificado que el otro humilde; y, más confuso Espinosa, entre las precisiones de mandar como superior, que el otro alegre, entre las sumisiones obedecer”.
Al poco tiempo, Hurtado, habiendo dedicado su mejor esfuerzo, aprendió la lengua de los naturales. Mortificó su cuerpo con ayunos y, por las noches, durmiendo suspendido de una cruz de madera, que el mismo fabricó, a imitación de Cristo. Decidió no lavar más su túnica, agregando como tormento el mal olor de su cuerpo, esto facilitó su carne para las sabandijas que participaron de las mortificaciones de la carne del siervo de Dios. Su cuerpo se llenó de dolorosas llagas, por lo cual el Padre Espinosa le pidió en obediencia lavar su túnica y limpiar su cuerpo. Sobre los frutos del espíritu nos dice el cronista “en el coro, en el altar, en el estudio, en la oración y el trabajo, no parecía hombre y tan débil como lo formó la naturaleza, sino un Serafín incapaz de fatigarse; así, con asombro, aún de los mismos bárbaros, cumplió el año que él se impuso de noviciado…”.
Comienza, luego, a internarse en la montaña. Parte del pueblo de Jesús María acompañado de Fray Fernando de Celis entendiendo que “para dar en la confusa y solitaria morada de muchas de aquellas fieras humanas, le era preciso atravesar por varias partes: el Marañón, monstruo espantoso entre los ríos, a quien, con más adecuación, le conviniera el nombre de golfo, pues a su vista, el Éufrates, el Nilo, el Ganges y, otros celebrados torrentes, fueran pequeños arroyos”.
Cruzó el caudaloso río en una balsa de palos atados con ayuda de un solo remo “¡Oh cuantas veces se vieron casi sorbidos de las rápidas corrientes! Por fin, lograron llegar “al miserable albergue de un indio” desde donde evangelizando a otros naturales cayeron en gracia tal que muy pronto “fueron dejando los bosques donde vivían, como brutos, y, partiéndose al poblado, a aprender el raciocinio”.
El cronista menciona algunas “características” de la mentalidad y forma de vida de los naturales; por ejemplo comenta que “era esta gente enemiga del trabajo”, pero agrega que no tomaron con prudencia la labor del cristiano mensajero teniendo éste que mostrar en extremo la paciencia del pastor que deja todo por la oveja perdida. En muchas ocasiones cuestionaron su autoridad y en otras le trataron con dureza, sin embargo, fue paciente hasta el extremo, con lo cual demostró su inmenso amor por el prójimo a imitación del Maestro de maestros.
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