“Mundum vincit non
Ferro sed ligno”
Introducción
Motivado por conocer sobre la obra de la Orden Agustina en el Perú, decidí leer la “Crónica de la Provincia de Nuestro Padre San Agustín” de Fray Juan Teodoro Vázquez publicada en Lima el año 1997. La información obtenida me impresionó hasta el punto de significar no solo el conocimiento, digno de divulgación, de los esfuerzos evangelizadores de los miembros de la Orden; sino también una fuente inagotable de inspiración para la interpelación personal y el esfuerzo por la práctica de una vida de cara a Dios y su voluntad.
El Padre Benigno Uyarra Cámara es autor de las notas de la edición crítica y aporta, en el prólogo, ideas dignas de ser tomadas en cuenta para la adecuada lectura del documento:
1. Son tres los cronistas agustinos de la Provincia de Nuestra Señora de la Gracia en el Perú: Fray Antonio de la Calancha, Fray Bernardo de Torres y Fray Juan Teodoro Vázquez.
2. Es Fray Juan Teodoro de Velázquez quien escribe por primera vez una crónica crítica.
3. La obra se publica 272 años después de haber sido escrita.
4. Resalta las virtudes de personajes agustinos como Fernando de Valverde, Bernardo de Torres, Gaspar de Villarreal, Crispín de la Concepción, Pedro de Tovar y José de Figueroa, entre otros.
Advierte, Don Benigno Uyarra, que en el texto original se “abunda en retruécanos, imaginación muy recreativa y, a veces, exagerada. En una prosa resultante, frecuentemente, tan estética como musical. No se puede negar que tiende a exageraciones en sus propios periodos, por lo que el lector ha de estar atento, a ser también crítico, para quedarse con el objetivo”. Luego agrega “no podemos negar que tiene mucho hiperbatón, por lo que para ver lo que quiere decir, hay que leerle despacio… no son infrecuentes en él algunos galicismos e inelegantes dequeísmos. No es su estilo cortado sino de párrafos excesivamente largos que casi no permiten respirar. En su narrar son frecuentes los adjetivos seguidos sin interponer comas”.
La obra presentada en dos volúmenes, recorre sesenta y ocho años de historia agustina en el Perú y consta de seis libros y noventa y nueve capítulos. Se mencionan en la obra un total de 17 capítulos provinciales (del 32 al 48) desde el presidido por Martín de Beláustegui hasta el presidido por Marcos Pérez de Ugarte. Anota Uyarra que “todo este tiempo corresponde al sistema de gobierno llamado alternativa, en donde el Provincial, Definidores y Visitadores, han de tener nacimiento en España o ser nacidos en el ámbito de la Provincia de Nuestra Señora de Gracia del Perú”.
La parte mejor de la crónica según el autor, Juan Teodoro Vázquez, y el mismo Padre Uyarra, es el Libro IV y sus capítulos del IV al XV. Coincido plenamente con ambos. Al iniciar el Libro IV, Vázquez indica “la materia más deliciosa a la pluma y la más principal de esta crónica es la presente…”
Considero conveniente realizar un análisis del anterior párrafo surgido del agrado del propio cronista y solicito humildemente prestar atención a las virtudes y conversión de un personaje cautivador, el Venerable Siervo de Dios Fray José de Espinoza y Valdivieso. Aclaro, el título de “Venerable Siervo de Dios” aparece en el contenido de la crónica.
El tema que mayor deleite produjo tratar al cronista Juan Teodoro Vázquez fue el de la evangelización realizada por los Frailes Agustinos en la sierra sur del Perú, labor realizada, según el relator mediante “hazañas de excelentes campeones, que armados de un espíritu apostólico, atropellaron toda la naturaleza con los esfuerzos de la gracia, de varias y dificultosas entradas de misioneros a los incultos montes de los Andes, donde se han de ver dibujadas unas gentes más incultas que sus bosques, unas montañas (aunque impenetrables) menos ásperas que sus habitadores, y, por fin, se ha de formar de lastimosas tragedias, siendo el remate de todas, la última desolación de una empresa coronada con la sangre de nuestros dichosos mártires”. Anuncia en el texto anterior una labor paciente y denodada, realizada con enorme sacrificio en medio de territorio impenetrable, por amor a quienes las habitaban y que implicó el martirio de algunos de los evangelizadores.
La evangelización agustiniana se inició a mediados del siglo XVII, siendo Fr. José de Espinoza el primer evangelizador. Sobre Espinoza el cronista refiere: “Fue el primer Colón agustiniano, que armado de más divino esfuerzo que el que tuvo el descubridor de este nuevo mundo, emprendió la entrada de las montañas, no a buscar el alma de los tesoros, sí el tesoro de las almas, el M.R.P.L. (Muy Reverendo Padre Lector) Fr. José de Espinosa; y como todo el aliento de esta empresa fue su prodigiosa vida, sin la narración de ésta, fuera imposible aquella noticia”.
La delimitación del trabajo la tomo de la versión del Padre Uyarra quien se refiere a la obra evangelizadora de Fray José de Espinosa y otros “colones” agustinos en su obra “La Provincia de Nuestra Sra. De Gracia de Perú”: “La Misión de los "Ninarvas", que significa "Hombres de fuego", está clasificada como una subtribu de los campas y su asiento fue en el valle de Apurímac, actual Huanta. Se inició en 1684 y apenas duró veinte años. En esta misión de avanzada murieron violentamente el P. José Espinosa y Alonso Vivar. En ella fue martirizado y atravesó el río Marañón, el P. Agustín Hurtado con otros cinco cristianos. Al P. Pedro García de la Iglesia y al hermano Hernando de Celis, los enterraron el 2 de abril de 1702. Posteriormente, la cabeza del P. Agustín Hurtado fue traída a la cripta de la Sala Capitular del Convento Grande de Lima. Jóvenes cinturados también dieron la vida en esta misión. La Crónica del P. Juan Teodoro Vázquez cita, como continuadores de esta misión, los nombres de por lo menos cinco religiosos y el de un indio "mantelado" de la Orden”.
Los esfuerzos de Espinoza le han valido, con justa razón, la admiración de muchos en el pasado, actitud a la que me sumo con reverente respeto. A continuación una breve hagiografía del Siervo.
Hagiografía de José de Espinosa
Primer momento: de su nacimiento a su conversión
El nacimiento del Siervo es narrado por Vázquez de la siguiente manera “En Lima, ciudad más ilustre, por ser emporio de santos, que por ser imperio de ricos, Don Pedro de Espinosa, Caballero de la Orden de Santiago y Doña Luisa de Valdivieso, ricos y nobilísimos consortes, tuvieron por dichoso fruto de su legítimo matrimonio a nuestro Fr. José de Espinosa, el año 1649”
Se trataba de un hermoso niño (“salió a luz tan privilegiado de la naturaleza en la hermosura del rostro…”) rodeado de afecto y bien formado en la doctrina cristiana y los conocimientos de la educación formal (“…comenzó a ser el embeleso de los cariños paternos… era el niño dócil en la índole y muy agudo de ingenio…fructificando en él la doctrina cristiana de sus padres y la enseñanza de los maestros…”).
A la edad de quince años y siendo la luz de los ojos y esperanza de su padre “Dios decide trasplantar del pedregoso y estéril campo del mundo al fecundo paraíso de la religión aureliana, aquel florido almendro, que vestido de vistosas galas, prometía al anhelo de los suyos copiosos caducos frutos”. Fue, José de espinosa, un hombre sin problemas materiales que no tuvo desengaños mundanos; se trató, a la edad de quince años, de un joven rodeados de bienes y fortuna para quien los planes de su padre eran los de un destino de prosperidad y nobleza y, sin embargo, ni el temor a defraudarlo o a ver mellado el encendido amor de sus padres evitó su obediencia al misterioso llamado de Dios.
Fue admitido en la Orden Agustina iniciando su noviciado sin perder el apoyo y asistencia de sus padres. Tal apoyo y asistencia significaron con el paso del tiempo una dificultad para el joven Espinosa que no se desligaba de los bienes materiales que siempre le habían rodeado e hicieron su labor de novicio muy tolerable. Demostró desde el primer momento una inteligencia que le hacía distinto a los demás “como era tan vivo y hábil, en pocos días se hizo capaz de cuantas cosas encomienda la instrucción al entendimiento y memoria de los novicios, sobrándole lo más del tiempo, para el cultivo de aquellas virtudes, ceremonias y observancias, que son previas disposiciones para el fin dichoso de profesar”
Terminado el noviciado (un año y un día después) “se ofreció a Dios en las sagradas aras, entre los fragantes aromas de los tres votos” sin embargo, eran su inteligencia y apego a las cosas que desde pequeño le habían rodeado, un estorbo para su santidad. En ese momento ni él mismo lo reconocía. El cronista refiere que el día de su profesión había singular pompa y regocijo pero “no sé si mucha ternura de su corazón”.
Obedeciendo la voluntad de su Superior se convirtió en estudiante del Colegio de “San Ildefonso” (fundado en Lima en 1612) para “estudiar las facultades necesarias a nuestro estado”. Fue estudiante y corista; sin embargo “se portó, nuestro Espinosa, con más codicia por las letras que anhelo a las virtudes, más aplicado a la perfección de los estudios, que al estudio de las perfecciones”. Se convirtió en una persona engreída y vanidosa “que no producía en su espíritu humildes conocimientos, sino altivas presunciones”. Se convirtió en un estudiante brillante que aportó reflexiones admirables a la luz de la formación que le brindaba la Iglesia y que él agradecía reconocido.
A pesar de su brillantez, puntualidad, responsabilidad y reconocidas virtudes intelectuales, no eran visibles en él los frutos de una vida consagrada a Dios “porque aunque mancebo regalado, ingenioso y aplaudido, no vivió con aquella morigeración y modestia que reportaban los espirituales en las observancias comunes de obediencia a los maestros y prelados, de asistencias al coro, misa y comuniones generales, era puntualísimo. Su intelecto le permiten distinguirse “Elevado a la cumbre del sacerdocio sin tocar el primer escalón de lo perfecto y coronado del precioso laurel de la Lectura, con sobrados merecimientos de suficiencia y aplicación, o le cupo por suerte en el nombramiento, o lo consiguió con empeño poderoso, salió asignado por Lector de Artes de nuestro Convento del Cuzco, el Capítulo de N.P. Fr. Francisco Ibarguen”
En el Cuzco “ganó nuestro espinosa en cátedra y púlpito, crecidos aplausos de ingenioso y erudito” consiguió la fama por él tan deseada. Su fama fue conocida en Lima debiendo retornar, solo por obediencia, a esa ciudad como Lector de Teología del Colegio de “San Ildefonso” según la disposición del Provincial Diego Martín de Hijar (Ijar) y Mendoza. Sobre el hecho, Vázquez menciona “¡Oh, que sacrificio tan doloroso hizo a Dios en esta obediencia! Pues, de más de las muchas conveniencias, gusto, libertad y regalo que dejaba, el demonio, presagiando los bienes espirituales que le esperaban en Lima, no solo las repugnancias le duplicó, sino también los estorbos”.
La fama de la que venía precedido se confirmó en la ciudad de los Reyes, ganando el reconocimiento por él tan deseado “… desplegando luego las represadas luces de su vivo y perspicaz ingenio, en breves días, fue reputado, dentro y fuera de casa por excelente maestro: sus agudas soluciones, presidiendo, y sus penetrantes silogismos, replicando, eran en todos veneración y susto, pero en su nativa hinchazón, desvanecimiento”. En tal estado “hecho camaleón del aire de los aplausos, armiño en los aseos del hábito y Epicuro en el regalo del cuerpo”.
Hombre acostumbrado, desde pequeño, a lujos hasta el exceso (según comenta el cronista) no varió su estilo de vida debido a los regalos y asistencia de su padre, agregó para su vanidad el reconocimiento de propios y extraños a su intelecto y capacidad comprobadas. Lejano estaba su testimonio de asemejarse al de aquellos grandes santos que inspiran la vida de mucho por su fidelidad y determinación. Pero Dios, que es rico en misericordia, determinó usar su vida para sus fines. Afirma Vázquez “pero llegándose aquella feliz hora en que tenía decretada la divina piedad, la iluminación de esta apagada luz, cortó con el golpe poderoso de su auxilio todos aquellos fogosos ímpetus con que su libre voluntad lo conducía al despeño, iluminole el entendimiento y, como él lo tenía tan excelente, apenas con el esplendor del desengaño se vio desembarazado de las tinieblas de la soberbia que lo oprimían, comenzó a conocer los precipicios del vicio y las seguridades de la virtud”.
¿Qué pudo ocurrir para que tan acomodada vida se entregue rendida a los pies del Creador? Un poema que escribí hace algunos años decía en el verso final “capacidad de renuncia la mía/ temblor por dentro y por fuera/ la muerte me llega/ se manifiesta amiga”. Tan solo el temblor de la muerte ocasionó en Espinosa el reconocimiento de sus miserias. Comenta el cronista “fueron las sombras de la muerte las iluminaciones de su advertencia”. Desde tiempo atrás, espinosa, tenía el recurrente sueño de verse en “el féretro triste, míseramente difunto”. Ahora la muerte golpeaba a su puerta y se manifestaba próxima y cercana. El cadáver de Fr. Juan de Rondón, misionero agustino fallecido en una doctrina alejada, fue llevado a las instalaciones del Colegio de “San Ildefonso”; “vio en el corrompido cadáver de Fr. Juan de Rondón el miserable término de la vanidad del mundo y lacrimoso fin de sus detestables gustos”. Lo que ocurrió en la vida de Espinosa marcará el inicio del Hombre Nuevo del que habla la Biblia “así abriendo de par en par todas las puertas del corazón, a la entrada de tan fructuoso desengaño, se dispuso luego, como otro Job, a no tener más padres que la corrupción, ni más hermanos y conocidos, que a los gusanos”. Sobre el hecho Don benigno Uyarra nos dice “constituyó una llamada de conversión profunda”. Lloró amargamente por su anterior estilo de vida, finalmente estimo que fue el conocimiento el que le dio conciencia de la infinita gracia de Dios.
Los signos visibles de su conversión fueron inmediatos “mudose la limpia, fragante Holanda, en una dura y basta túnica, casi siempre exenta de las visitas del agua, si no caía del cielo; los ricos bruñidos hábitos, del más delgado anascote, en una angosta y poco limpia mortaja, de gruesa, deslucida antona; el curioso menaje de la celda en cuatro trastos, solo aptos a una extrema necesidad e incapaces de su adorno, de la vanidad, sino solo de la pobreza; y en fin el regalo opíparo, funesto combustible del venéreo incendio, en una dura abstinencia de todo lo delicado y un ayuno continuado”. Fue consciente de que su altivez y soberbia fue su principal pecado por ello decidió vencerlo y sí que lo hizo a fuerza de amor, fe y paciencia; decidido renunció a los reconocimientos y aplausos que por su intelecto había logrado.
Una de las labores en las que se empeñó el Siervo de Dios José de Espinosa fue juntar de la cocina las sobras de los alimentos de los religiosos para distribuirlos a los pobres en la portería. La labor, tan opuesta a la limpieza que antes practicaba de manera arrogante, procuraba realizarla él mismo a diario. Era constante verlo dar vueltas por la cocina para realizar tal actividad. Hizo de la mortificación su compañera, no comía lo mismo que el resto de la comunidad pues fue cotidiano verlo comer de las sobras que con amor entregaba a los pobres en la portería.
El cambio de vida originó encontrados puntos de vista “unos que comenzando en asombro, paraban en compunción; otros que comenzando en enfado, paraban en vilipendio”. Su padre no vio con buenos ojos este cambio repentino que le ocasionó enojo y desagrado “juzgaba las acciones del Siervo de Dios por extravagancias que lo conducían no a los créditos que él buscaba sino al ludibrio que huía”.
Ofreció a su hijo graduarlo de Doctor en la Real Universidad, conseguirle magisterio, usar su dinero para solicitarle un cargo eclesial… a todo esto, respondió el Siervo de Dios con una humildad incomprensible para tan carnal ofrecimiento. No pudiendo las promesas doblegar su espíritu, la amenaza se abrió paso primero la amenaza y el enojo, luego el oculto trámite ante los prelados para que le hagan practicar los cargos que antes le habían logrado el reconocimiento y aplauso. Los prelados reconocieron el juicio errado del padre “que solo en las ostentaciones y vanos relumbrones” veía premio suficiente para su hijo.
“viendo, en fin, Don Pedro a su hijo firme en los propósitos de proseguir abatido, y, estando en disposición de partirse a España, empeñó toda la autoridad y el cariño en persuadirlo que le acompañase en el viaje, en cuya empresa, sin detrimento de la virtud, podía asegurar en los honores de su persona, los esplendores de su provincia, practicando, de contado, un acto tan justo y meritorio, como asistir a su padre en la multitud de peligros que se encuentran en navegaciones largas”. Respondió el Siervo a su padre que “(buscaba) la honra de Dios y la salvación de la almas; que sus ascensos habían de ser sobre los altos montes de los Andes, en cuyos principios esperaba hallar más seguidores para su espíritu que en la cumbre de los puestos”.
Partió, entonces, su padre a Europa donde le consiguió la patente de Maestro, cargo que pensó no rechazaría el Siervo por tratarse de un puesto humilde que antes otros santos hombres habían ocupado. Sin embargo, Espinosa lo rechazó no por pensar que le resultaría un estorbo, sino por considerar el puesto indigno de su persona.
Considero sabiamente, el Venerable Siervo de Dios, la necesidad de convertir infieles, hombres que no conocían a Dios en las alturas de los Andes. Tuvo dicha necesidad desde los inicios de su conversión y, sin embargo, preparo su cuerpo y espíritu con diversas mortificaciones reconociendo que “estos fogosos alientos del principio, suelen ser más hervores que muestra la carne cruda, que fervores que la acreditan quebrantada y deshecha”.
Las formas usadas por el Venerable Siervo de Dios para su mortificación son narradas en detalle por el cronistas: “con la dureza de sus disciplinas y con la continua mordacidad de férreos cilicios, no parece que buscaba su fervorosa penitencia la mortificación del cuerpo, sino la muerte, pero, ya que a esta no le daban permiso, ni la discreción ni la obediencia, desquitaba parte de sus anhelos, en la continua muerte de sus sentidos… hizo pacto con sus ojos para que jamás se atreviesen a registrar aquellas bellezas origen de las fealdades del alma… solo miraban en la tierra las funestas facciones del sepulcro. El oído atendía codicioso, no a las dulzuras de la música y suavidades de la lisonja y el aplauso, sino a los preceptos de los superiores para la obediencia y al sonido de los baldones y vilipendios para la humillación. El gusto acostumbrado a la aspereza o del ayuno o del mal guisado alimento, ignoraba las adulaciones del dulce y sabrosidad de la fruta. El olfato, huyendo siempre de aquella fragancia que fue tan nociva a aquel desengañado espíritu; apetecía, como lisonja el desapacible olor que exhala la mendiguez, siempre mantenida en destrozos, manantial de desaseos”.
A diario era visto en el Hospital Real de San Andrés “ayudando a los moribundos, consolando a los tristes y sirviendo la vianda a los enfermos”. Mortificaba sus sentidos atendiendo a los “enfermos del juicio” (orates) “en cuya irracional inmundicia hallaba copiosa materia su deseo”. A ellos les lavaba los pies y retiraba de su piel las sabandijas. De entre ellos, uno en especial le significo penitencia compleja. Se trataba de un enfermo mental que andaba siempre desnudo y hacia tiras cualquier vestimenta que le pusieran; además, aquellas tiras las usaba para hacer anillos en todos los dedos de sus manos y pies y rudos collares para su garganta, no sin antes mezclar la tela con sus propias heces. El Venerable Siervo de Dios gastaba largo tiempo en cortar con tijera tales anillos y collares “tolerando su limpísimo genio insufribles asaltos de inmundicia”. Su labor continuaba al bañar al enfermo con sus propias manos para luego vestirlo con nuevas vestimentas y recostarlo en su humilde lecho. Todo esto lo hacía con inmenso amor, a pesar de saber que todo aquello se repetiría día tras día.
Las mortificaciones causaron en el Siervo de Dios un cambio notorio pues “este glorioso empeño con que quebranto todos los bríos de la carne, le fue vistiendo de ligeras plumas el espíritu, con las cuales remontándose, como águila generosa, sobre todos los montes de lo terreno, colocaba su nido en la arduidad de la divina contemplación; y copiando de esta real ave, la ardiente complexión, con imperturbable pupila, registraba los rayos del divino sol de justicia, trasladando no solo a los ojos de su perspicaz entendimiento, sus inefables luces, si también a la voluntad, sus amorosos incendios… la copia de fervientes lagrimas, la singular devoción y conato con que ofrecía a Dios el tremendo sacrificio de la Misa y ejecutaba los dilatados ejercicios de María de la Antigua, la Vía Sacra, el rosario y otras devociones, mostraban con claridad, cuan inflamado tenía el corazón…” Cuánto dinero recibía de su padre lo usaba en comprar golosinas para los niños más pobres (las cuales escondía en sus mangas) y en financiar cada una de sus obras de caridad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario