Fernando Martínez Gil, Maestro de la
Universidad de Castilla – La Mancha, ha realizado el interesante estudio
titulado “La Historia y el Cine: ¿Unas amistades peligrosas” (2013) en el
aporta interesantes ideas acerca de la novedosa interacción entre la Historia y
el Cine. Por el uso, casi cotidiano, de vídeos y películas históricas en
instituciones educativas escolares y superiores me parece recomendable
trascribir las más importantes ideas del trabajo de Martínez.
Sobre el
inicio de esta interacción, Martínez afirma que en
el pasado la historia y el cine se trataron con recelo e incluso con desprecio.
En las dos últimas décadas la historia ha descubierto al cine no solamente como
un recurso didáctico hoy accesible y lleno de posibilidades para recrear y
explicar el pasado, sino como un auténtico documento necesario para investigar
y comprender el siglo XX. Pero la imagen en movimiento presenta unas
características propias que exigen un tratamiento distinto al de los documentos
escritos, tanto por parte del profesor que la utiliza en sus clases como por el
investigador que se sirve de ella para documentar su trabajo”.
Sobre el uso intencional de los aportes del cine histórico, indica
que la historia, superando el positivismo, ha ampliado el concepto de fuente a
todo vestigio que proporcione información sobre el pasado, lo que incluye como
tal desde un paisaje a un objeto artesanal, desde una obra artística a una
fotografía y, naturalmente, a la imagen en movimiento. La insistencia de los
recientes planes de estudios académicos en la innovación docente ha hecho el
resto, en un momento en que el acceso al patrimonio cinematográfico acumulado a
lo largo del último siglo se ha democratizado hasta límites insospechados
gracias a la difusión del vídeo, el DVD e Internet. No se puede pedir a una
película ambientada en el pasado que sea ante todo rigurosa y veraz, sino, en
todo caso, verosímil.
Deja claro el hecho que la historia intenta aprehender un pasado
que ya no existe; y no lo hace reproduciéndolo “tal como era”, como pretendía
el positivismo, sino interpretando los vestigios que se han conservado de ese
pasado ya desvanecido mediante la aplicación de una metodología transparente y
avalada por su rigor. Para llevar a cabo su tarea el historiador se sirve de la
crítica textual y de la densidad argumentativa que le proporciona el lenguaje
escrito, con su capacidad analítica, sus excursos y citas de autoridad. La
historia es, pues, ante todo rigor en su acercamiento a la realidad. Pero no
solamente eso. Está obligada a ser creativa.
El cine también remite a la realidad, puesto que la representa o
incluso la suplanta. Pero, al ser forzosamente una obra colectiva y un producto
comercial que es preciso financiar, el rigor suele supeditarse a la necesidad
de amortizar la inversión, por lo que una película debe entretener y satisfacer
los gustos y las expectativas de la crítica y del público, de la sociedad a que
se dirige; y en virtud de ello el cineasta ha de respetar todo un cúmulo de
convenciones que limitan su libertad (los géneros, la censura o la autocensura,
los límites de lo mostrable, etcétera) o bien subvertirlas.
Creo que una fuente histórica, cualquiera que sea su naturaleza,
solamente puede ser interrogada de forma correcta y fiable si se la conoce por
dentro, si se es consciente de sus especificidades, sus posibilidades y
limitaciones. No basta, sin embargo, contentarse con su dimensión sincrónica y
contextualizadora; es preciso también situarla diacrónicamente. Lo que quiero
decir es que un historiador no ha de saber sólo mucha historia; ha de conocer
de forma suficiente la historia del cine si es que piensa utilizar las
películas como documentos que sustenten su investigación o su enseñanza.
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