martes, 7 de octubre de 2014

La Historia y Su Nuevo Aliado, El Cine

Fernando Martínez Gil, Maestro de la Universidad de Castilla – La Mancha, ha realizado el interesante estudio titulado “La Historia y el Cine: ¿Unas amistades peligrosas” (2013) en el aporta interesantes ideas acerca de la novedosa interacción entre la Historia y el Cine. Por el uso, casi cotidiano, de vídeos y películas históricas en instituciones educativas escolares y superiores me parece recomendable trascribir las más importantes ideas del trabajo de Martínez.

Sobre el inicio de esta interacción, Martínez afirma que en el pasado la historia y el cine se trataron con recelo e incluso con desprecio. En las dos últimas décadas la historia ha descubierto al cine no solamente como un recurso didáctico hoy accesible y lleno de posibilidades para recrear y explicar el pasado, sino como un auténtico documento necesario para investigar y comprender el siglo XX. Pero la imagen en movimiento presenta unas características propias que exigen un tratamiento distinto al de los documentos escritos, tanto por parte del profesor que la utiliza en sus clases como por el investigador que se sirve de ella para documentar su trabajo.

Sobre el uso intencional de los aportes del cine histórico, indica que la historia, superando el positivismo, ha ampliado el concepto de fuente a todo vestigio que proporcione información sobre el pasado, lo que incluye como tal desde un paisaje a un objeto artesanal, desde una obra artística a una fotografía y, naturalmente, a la imagen en movimiento. La insistencia de los recientes planes de estudios académicos en la innovación docente ha hecho el resto, en un momento en que el acceso al patrimonio cinematográfico acumulado a lo largo del último siglo se ha democratizado hasta límites insospechados gracias a la difusión del vídeo, el DVD e Internet. No se puede pedir a una película ambientada en el pasado que sea ante todo rigurosa y veraz, sino, en todo caso, verosímil.


Deja claro el hecho que la historia intenta aprehender un pasado que ya no existe; y no lo hace reproduciéndolo “tal como era”, como pretendía el positivismo, sino interpretando los vestigios que se han conservado de ese pasado ya desvanecido mediante la aplicación de una metodología transparente y avalada por su rigor. Para llevar a cabo su tarea el historiador se sirve de la crítica textual y de la densidad argumentativa que le proporciona el lenguaje escrito, con su capacidad analítica, sus excursos y citas de autoridad. La historia es, pues, ante todo rigor en su acercamiento a la realidad. Pero no solamente eso. Está obligada a ser creativa.

El cine también remite a la realidad, puesto que la representa o incluso la suplanta. Pero, al ser forzosamente una obra colectiva y un producto comercial que es preciso financiar, el rigor suele supeditarse a la necesidad de amortizar la inversión, por lo que una película debe entretener y satisfacer los gustos y las expectativas de la crítica y del público, de la sociedad a que se dirige; y en virtud de ello el cineasta ha de respetar todo un cúmulo de convenciones que limitan su libertad (los géneros, la censura o la autocensura, los límites de lo mostrable, etcétera) o bien subvertirlas.


Creo que una fuente histórica, cualquiera que sea su naturaleza, solamente puede ser interrogada de forma correcta y fiable si se la conoce por dentro, si se es consciente de sus especificidades, sus posibilidades y limitaciones. No basta, sin embargo, contentarse con su dimensión sincrónica y contextualizadora; es preciso también situarla diacrónicamente. Lo que quiero decir es que un historiador no ha de saber sólo mucha historia; ha de conocer de forma suficiente la historia del cine si es que piensa utilizar las películas como documentos que sustenten su investigación o su enseñanza. 

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