Tu Cruz, Señor, me recuerda mi identidad y mi dignidad. Tu madero da sentido a mí caminar. La Cruz, que soportó tus brazos abiertos, me enseña a amar a los demás y me recuerda mi destino eterno. Señor, nuestro destino es común: el cielo, la vida eterna.
Quiero, como otro, pedirte: “Hazme una cruz sencilla/ carpintero.../ sin añadidos, ni ornamentos.../ que se vean desnudos los maderos/ desnudos y decididamente rectos/ los brazos en abrazo hacia la tierra/ el astil disparándose a los cielos/ Que no haya un solo adorno/ que distraiga este gesto/ este equilibrio humano/ de los dos mandamientos.../ sencilla, sencilla.../ hazme una cruz sencilla, carpintero” (“Una Cruz sencilla” – León Felipe).
Veo en la Cruz un símbolo radical. La verdadera cátedra, desde la que Cristo predica la gran lección de su vida, pasión y muerte. Veo el resumen de toda teología que me habla de Dios, del misterio de la salvación de Cristo y de la vida cristiana. La cruz es todo un discurso que me presenta a un Dios trascendente, pero cercano; un Dios que ha querido vencer el mal con su propio dolor; un Cristo que es Juez y Señor, pero a la vez es siervo que ha querido llegar a la total entrega de si mismo, como imagen plástica del amor y de la condescendencia de Dios.
Lope de Vega, al verte en una imagen, meditó en tu sufrimiento y se preguntó “¿Quién es aquel Caballero/ herido por tantas partes/ que está de expirar tan cerca/ y no le socorre nadie?/ “Jesús Nazareno”, dice/ aquel rótulo notable/ ¡Ay Dios, que tan dulce nombre no promete muerte infame!/ Después del nombre y la patria/ Rey dice más adelante/ pues si es rey/ ¿cuándo de espinas han usado coronarse?” (“A Cristo en la Cruz”, verso 1).
La cruz es el signo de la fe que ilumina nuestra vida, nos da esperanza, nos enseña el camino, nos asegura la victoria de Cristo, a través de la renuncia a sí mismo, y nos compromete a seguir el mismo estilo de vida para llegar a la nueva experiencia del resucitado.
Cerraré mis ojos para verte y diré “¿Cómo era aquel rostro?/ Mira bien/ componlo tú/ ¿A quién se parece?/ ¿A quién te recuerda?/ La Luz entra/ por los cabellos manchados de sangre/ y te ofrecen un espejo/ ¡Mira bien!... ¿No ves cómo llora?/ ¿No eres tú?... ¿No eres tú mismo?/ ¡Es el hombre!/ El hombre hecho Dios/ ¡Qué consuelo!/ No me entendéis.../ ¿Por qué estoy alegre?/ No sé.../ tal vez porque me gusta más así/ el hombre hecho Dios/ que el Dios hecho hombre” (“El Cristo de Velásquez” – León Felipe).
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