martes, 14 de julio de 2015

¿Pena de muerte en el juzgamiento de los delitos de corrupción?


El pasado viernes, durante la presentación de la obra “Filosofía del Derecho” del Dr. Oscar Vílchez, llamó mi atención el anuncio del distinguido maestro, filósofo y hombre de bien Dr. Juan Manuel Gamarra Romero quien, afirmó, encabezará un movimiento a nivel local y nacional que solicitará vía referéndum la aplicación de la pena de muerte para los funcionarios públicos corruptos. A su juicio, no basta la “muerte civil”, sino que es necesario aplicar esta radical medida siguiendo el ejemplo de Singapur, nación que tomó dicho camino y donde casi no existe el delito de corrupción de funcionarios. Conociendo su trayectoria personal y académica estoy seguro que el Dr. Gamarra ha meditado su propuesta y, aunque no la comparto, estamos a la espera de sus argumentos. De inicio considero la propuesta exagerada.
La corrupción, qué duda cabe, es un delito que causa nuestra más grave indignación. Las personas a quienes confiamos nuestra soberanía actúan de manera tal que muestran, con sus actos, desprecio por la democracia como sistema y por los ciudadanos a quienes, adicionalmente, roban la esperanza, la confianza en la justicia, el anhelo de orden, progreso y desarrollo... Es, entonces, un delito que debemos combatir en todos los niveles: ideológicamente a partir de la educación y formación ética de los ciudadanos que tenga como base la normalización del buen desempeño de quienes reciben empoderamiento; y legalmente, a través de normas menos permisivas y de aplicación inmediata, sin distinción, ni favoritismo.
Los ciudadanos exigimos una lucha frontal contra la corrupción porque, entre otros motivos, la paz es efecto de la justicia. Estar, en general, a favor de la vida y en contra de la pena de muerte, específicamente, para el delito de corrupción no significa encogerse de hombros, poner la otra mejilla o actuar permisivamente contra quienes delinquen. Es razonable, en situaciones dramáticas, la muerte del otro en caso de legítima defensa, cuando el derecho de defender la propia vida y el deber de no dañar la del otro resultan difícilmente conciliables. O en aquellos casos que la ley ha establecido y donde el bien común se ve seriamente amenazado; en el Perú, el delito de traición a la patria se puede sentenciar con pena de muerte, aunque en las últimas 3 décadas la tendencia, en nuestro país y el resto del mundo, es a favor de la vida.
La pena de muerte para el delito de corrupción es debatible y, en mi caso, inaceptable. No es la solución del problema considerando el espíritu pro vida de la legislación peruana. Generaría complicaciones en el ámbito supranacional. No está garantizada la seguridad en los juzgamientos por la intromisión política en los órganos de justicia. Favorece la venganza, no está acorde con la finalidad de la pena. Existe el riesgo de generalizar, para otros casos, la pena de muerte. Distrae la atención de temas centrales basados en la dignidad humana.
Considero indispensable reconsiderar la legislación sobre delitos de corrupción. Deben elevarse las penas, ser más drásticas y disponer adecuadas reparaciones. Pero no considero pertinente la pena de muerte. Estimo que es, también, indispensable tener más cuidado al seleccionar a los operadores del sistema de justicia, mejorar dicho sistema, limpiarlo e insistir permanentemente en esa tarea. El estado debe gestar un sistema anticorrupción con profesionales bien preparados, tecnología de primer nivel y una constante retroalimentación sobre moral, patriotismo y bien obrar.
Sobre Singapur. Es cierto, se fusiló a varios miles de corruptos, se prevé la cadena perpetua para homosexuales, masticar chile, repartir volantes en las calles, no tirar la cadena del inodoro o pintar grafitis supone multas, plazos carcelarios y castigos con varas. Hoy, la delincuencia es casi nula. es uno de los países más seguros y estables del mundo (en cifras). El precio ha sido la muerte y la libertad de muchos.