sábado, 15 de diciembre de 2012

La Trata Negrera de Esclavos en el Perú y el Resto de Hispanoamérica


 Por: Rosa Cortez - Paola Siesquén - Martín Cabrejos Fernández

A)    Definición.
Carazas (2004), define la trata negrera como la comercialización de esclavos negros realizada en Portugal, Francia, e Inglaterra entre los siglos XVI y XIX.

Aguirre (2005), precisa que la trata negrera representó la mayor experiencia de migración forzada de seres humanos en la historia, en un viaje generalmente sin retorno, como piezas de un negocio que los trataba como meras mercancías en manos de comerciantes codiciosos y amos ávidos de mano de obra, status y conforts .

M’Bocolo (s.f), señala la trata negrera como la primera forma de adquisición de esclavos africanos por los europeos, en donde se elegía un lugar al azar que les parecía propicio y hacían una parada para dedicarse a la caza del hombre. Asimismo afirma que fue un comercio fructífero a juzgar por el número de naciones que lo practicaron; una relación desigual, fundada y mantenida por la amenaza constante del empleo de las armas que llego hacer para los africanos una especie de maquinación infernal a la que había que sumarse o morir.

Además, para Navarrete (2007), el tráfico de esclavos africanos o trata de negros, fue convertido por los países europeos en un negocio triangular a gran escala (adquisición de esclavos negros en África, traslado por mar y venta en América) durante la época colonial. Seres humanos arrancados a la fuerza de su tierra.

De las definiciones anteriores podemos evidenciar que todas definen el término trata negrera de manera semejante, haciendo alusión en esencia a la misma acción. En consecuencia, desde nuestro punto de vista, la “trata negrera” o “comercio negrero”, implica rebajar al ser humano a la categoría de mercancía, es decir, se vendían seres humanos. Estas personas que se dedicaban a la trata capturaban negros en África y los vendían en América como esclavos.

B)    Inicios.
Barticevic (2006), refiere que a partir del Siglo XVI el rumbo de la historia africana tiene un vuelco total, cuando Europa entra en un período de expansión económica y geográfica, pasando a interferir negativamente en el desarrollo de las sociedades africanas.

Entre los siglos XVI y XIX, millones de africanos son arrancados violentamente de sus tierras y aldeas con destino a América y las islas del Océano Índico, donde son obligados a trabajar en grandes plantaciones de azúcar, tabaco, algodón, cacao y en las minas de oro y plata. Estos productos son aprovechados posteriormente como materia prima para las industrias en evolución en Europa.

En la costa occidental de África el tráfico de esclavos comenzó en el siglo XV. En 1441, por primera vez los portugueses capturaron esclavos africanos. A esto se puede añadir lo que señala Habler (1896), quien manifiesta que en el año 1441 Auntam Gonzalves, caballero al servicio del infante D. Enrique de Portugal, impulsado por el deseo de llevar a su señor noticias del interior del África, hizo una expedición a este continente y trajo a Lisboa negros de la costa de Guinea.

En 1443 Nuño Tristán recogió en la Bahía de Arguín 14 naturales, y en el año siguiente cayeron en el poder de un comerciante de lagos, llamado Lanzarote, 235 negros. De aquella época data la caza de negros, y en 1448 se hace ya comercio de estos con los árabes y otros tratantes del país.

Los portugueses daban, a cambio de esclavos y polvo de oro, caballos, telas y otras mercancías adquiriendo en pocos años este tráfico importancia extraordinaria y para hacerlo establecieron portugueses un mercado en Cabo Blanco (África) que fue el primero de los de su clase. Con esto quedo regularizada la trata de negros y tomo el carácter que ha conservado casi hasta nuestros días.

Por otro lado, a inicios del siglo XVI, Europa ya es el centro del comercio que liga todos los continentes. Los navíos negreros que transportan esclavos parten para África desde los puertos europeos cargados de artículos de reducido valor: barras de fierro, tejidos, uniformes, bebidas alcohólicas, espejos, collares, armas, etc. En África, estos artículos son trocados (dar una cosa y recibir otra a cambio) por oro, pieles, goma, marfil y sobre todo por esclavos, para después ser llevados a América y ser entregados a los colonos que explotaban las plantaciones y minas.

También en el continente americano funciona el trueque y los esclavos son cambiados por azúcar, algodón, tabaco, café, madera, oro, plata y otros metales preciosos, que los comerciantes negreros venden posteriormente en los mercados de Europa. Se podría comparar este comercio con el que actualmente se conoce con el nombre de "barter", en el cual no hay dinero en circulación, sino sólo bienes y productos.

En un comienzo, el comercio es monopolio absoluto de españoles y portugueses, pero a partir de finales del Siglo XVI las compañías holandesas, francesas e inglesas entran en este circuito mercantil, luchando por controlar estas regiones. Surge así una competencia encarnizada entre los países europeos que se mantiene durante todo el período del tráfico de esclavos.

Habler (1896), sustenta que los mercaderes árabes recorrían el país, daban casa a los naturales, compraban prisioneros y los llevaban al mercado más próximo. No tardó este comercio en convertirse en monopolio de la corona de Portugal y, en estas condiciones, se encontraba cuando Colón dió a España un “nuevo mundo”. Sin  duda alguna no obtuvo en sus primeros viajes el insigne navegante los materiales que él y sus partidarios esperaban. Para alcanzarlos se intentó seguir el ejemplo dado por los portugueses; y Colón, en su segundo viaje, envió a Sevilla cierto número de indios para que sean vendidos como esclavos; pero la Reina Isabel, con generosos y humanitarios sentimientos no quiso que sus vasallos de las indias sufrieran igual suerte que los negros del África bajo el dominio de los portugueses.

Después de la muerte de esta Reina, y bajo la forma de repartimiento y encomiendas, fue implantándose disimuladamente la esclavitud en las colonias españolas, se tuvo, entre otros pretextos, el de instruir en la fe católica a los desdichados indios. Posteriormente a la conquista de América, el tráfico de esclavos no sólo aumentó extraordinariamente, sino que se transformó en una institución que por cerca de cuatro siglos iría a relacionar en forma dramática a tres continentes: África-América-Europa. Esta relación es conocida como comercio o tráfico triangular.    

Según Peralta (1979), el comercio de negros se destinó en frecuencias considerables hacia 3 puertos: Cartagena de Indias, Veracruz y Portobelo, en cuanto a Buenos Aires fue rezagado por temor a incentivar el contrabando. El atlántico fue cruzado náuticamente  entre la península, África, Canarias y Américas. Esta es la gran ruta esclavista surcada incesantemente por un sin número de embarcaciones.

Para llegar al Virreainato Perú, que está en el Océano Pacífico, la ruta principal era a través de Panamá. El autor diferencia las rutas mayores de las rutas menores. Las rutas mayores eran las más sacrificada y de mayor duración. Vinculaba directamente a la metrópoli con los dominios principales. Según Peralta (1979), las rutas menores articulaban el dominio colonial entre diversos puertos hispanoamericanos. Las rutas menores se hacían por mar y tierra al interior de las Américas.

Adanaqué (2001), expone que del continente africano salieron, a lo largo de cuatro siglos, aproximadamente 23 millones de esclavos. De ellos, la mitad vino a América y la otra fue al Asia. Hasta la actualidad no se sabe cuántos esclavos llegaron al país y, mucho menos y a ciencia cierta a Lambayeque, porque fueron muchos los dedicados a pasar de contrabando “la pieza de ébano”, con el único propósito de evadir los impuestos por su introducción.

Barticevic (2006), afirma que algunos investigadores llegan a decir que entre los siglos XV y XIX el continente africano perdió más de cien millones de hombres y mujeres jóvenes. Lo cierto es que, según las diversas investigaciones, varias regiones africanas quedaron casi totalmente despobladas.

El investigador André Gunder, citado por Barticevic (2006),  en su libro “La acumulación mundial 1492 - 1789”, señala la cifra de 13.750.000 esclavos traídos a América entre los siglos XVI y XIX, a lo que el investigador Enrique Peregalli tomado de Barticevic (2006), añade un 25% por muertes en el trayecto y un 25% más por muertes en África, con motivo de las guerras de captura, lo que da un total de 20.625.000 africanos perdidos para el continente en ese período.

Klein (1996), indica que al menos 10 a 15 millones de africanos fueron trasladados hacia el “nuevo mundo”. De este total, unos 660 000 fueron destinados a Estados Unidos, 4 000 000 llegaron a Brasil y 1 600 000 a las colonias españolas de América. En el camino murieron no menos de 1 400 000 africanos, víctimas de las penosas condiciones de vida a bordo de los barcos negreros. Durante casi 400 años el tráfico continuó de africanos alimentó un sistema de explotación y opresión sancionado por las leyes, las costumbres, y los intereses de las clases dominantes en las metrópolis europeas y sus colonias.
                                                            
C)    Periodos
La trata de negros pasa por los mismos períodos en todo el continente. Adanaqué (2001), afirma que  los esclavos llegan a América en el mismo momento de la conquista iniciándose así el tráfico de esclavos que pasa por varias etapas. Este comercio producía un importante ingreso a la corona y resultaba decisivo para la economía colonial. En el siglo XVI el tráfico se basó en el sistema de licencias reales. La casa de contratación autorizaba la migración.

Scelle citado por Munné (s.f), indica que los asientos empezaron realmente en 1587, con los otorgados a Pedro de Sevilla y Antonio Méndez, pero Munné (s.f) prefiere utilizar la periodización tradicional de 1595, porque marcó un hito más significativo respecto a la trata (fines del siglo XVI).
 
§  Periodo de las “Licencias” (1533 - 1595).
Las licencias, según Palacios (1973), eran permisos o autorizaciones concedidos por el monarca para que los favorecidos pudieran introducir un determinado número de negros esclavos en alguna región de las Indias, mediante el pago de los derechos correspondientes (salvo tratándose de mercaderes o concesiones gratuitas) sometiéndose a ciertas normas de control y registro.

Munné (s.f), expone que las licencias permitieron un considerable aumento del número de esclavos, y desde los primeros años, se ha encontrado un traslado de licencias de esclavos otorgadas para el periodo de 1544 – 1550, que arroja un total de 292 licencias para transportar 12.908 negros, lo que da un promedio de 1.844 esclavos anuales. Muchos para Hispanoamérica y más aun si consideramos que corresponde a una época de gran introducción ilegal.

§  Periodo de los “Asientos” (1595 - 1791).
Gutiérrez (1987), señala que a partir de 1595 y ante la demanda de esclavos por parte de las colonias americanas, la Corona española concentró su comercio en unas cuantas casas comerciales que permitieran abastecer el mercado y así surgió el sistema de “Asientos”, que eran convenios o acuerdos entre la Corona y un particular (individuo o constituyendo una compañía), mediante los que la primera arrendaba a favor del segundo una explotación comercial con carácter de monopolio. Dada la importancia de los contratos para proveer de mano de obra esclava a las Indias, la connotación del término quedó referida casi específicamente al Asiento de Negro.
§  Periodo de “Libre Comercio” (1791-1812).
Espinoza (2001), expresa que la Real Cédula del 28 de febrero de 1791, que oficializó el libre comercio, autorizaba a todo español residente en España o las indias a ir a comprar esclavos. Los esclavos así llevados, además, no pagarían derechos de entrada. Sin embargo por dos años, se permitió comercializar esclavos a los mercaderes extranjeros, derogándose expresamente, para este único caso, las leyes de indias que prohibían la entrada de buques no españoles en los puertos y el comercio con extranjeros. Además se disponía que un tercio del total de los esclavos comprados a lo sumo, debieran ser  mujeres.

D)    Origen de los esclavos.
Cajavilca (2005), expresa que el lugar de origen declarado en los documentos relativos a la trata, que se han podido conservar en los archivos, no siempre corresponde con el del verdadero lugar de nacimiento de los negros, sino más bien, se indica el puerto o factoría de la trata de donde se los sacó con destino al Nuevo Mundo. Los negros que venían en un mismo barco eran capturados en diversas regiones africanas. En la misma embarcación venían distintos grupos étnicos, sin que se preocuparan los tratantes de distinguir con exactitud sus procedencias ya que eran capturados en distintos puertos circunscritos a la región africana.  

La población afroperuana del Obispado de Lima en el siglo XVII perteneció a una diversidad de pueblos y tribus africanas y a dos grupos lingüísticos. Tal información resulta importante tomando en consideración que una gran parte de dichos esclavos serían luego repartidos entre otras ciudades de la costa del Perú y que hasta inicios del siglo XVII, Lambayeque pertenecía a la jurisdicción del Obispado de Lima. Los grupos lingüísticos mencionados son:
§  El sudanés: Nacionalidad de las etnias de bozales negros del continente africano, introducidos en el Perú desde el año 1535 hasta el siglo XIX, procedía del grupo sudanés que habitaban un área geográfica que abarcaba desde el río Senegal hasta los límites orientales de lo que hoy es Nigeria, el Golfo de Guinea y los territorios del interior de África como Senegambia, Costa del Oro, Costa de los Esclavos, etc.
Las nacionalidades de los bozales del Sudán son las siguientes: mandingas, biáfaras, biafra, bozales de Guinea, popo, minas, lucumíes o negros yorubas, arará y carabalíes.

§  El bantú, que se encontraba difundido al sur del Ecuador, procedían de Camerún, Gabón, Guinea, Congo, Angola y Mozambique.
La población afroperuana, en su mayoría, concentrada en las plantaciones, crecía artificialmente a consecuencia de la introducción de negros bozales desde el último tercio del siglo XVI, procedente de África continental e insular. Estos bozales eran capturados por los tratantes en las costas del Camerún y las regiones del río Muni (hoy Guinea Española), del litoral del Gabón del Congo, Angola y Mozambique. Asimismo, raptaron negros de las siguientes islas: Fernando Poo, Nabón, Corisco, Elobey, Santo Tomé y Madagascar.
Los grupos étnicos bantúes que entraron en el Perú fueron: Congos, Angola, Mozambique,

Las haciendas peruanas durante la colonia favorecieron la trata de negros porque se requería fuerza de trabajo para la agricultura de la caña de azúcar, viñales, vino y aguardiente de exportación que rendía mejores beneficios que otro tipo de cultivo.

Cajavilca (2005), señala a la vez que los bozales recién llegados al Callao en los barcos negreros eran conducidos a Malambo para su posterior venta. Malambo se denominó al barrio marginal en Lima de antaño, que Benvenuto citado por el autor mencionado describe como sigue: “Malambo, Barragenes, Camaroneros. Minas, el Tajamar,  Malambo que parece más ancho y descarpado por la poca altura de sus casas y por la ausencia casi completa de altos, es una sucesión de callejones, tiendas y solares habitados casi exclusivamente por negros.”

Cuando el esclavo llegaba al puerto, se le llamaba bozal recién llegado de Guinea, con este nombre se designaba al esclavo que no hablaba la lengua de su amo y que no estaba bautizado.

Rocca (2010), indica como valiosa la investigación realizada por Huertas (1993), quien ha descubierto documentos que muestran las raíces étnicas y naciones de procedencia de los africanos que radicaron en Zaña (Chiclayo) las cuales serian Arara, Congo, Po Po, Lucumí y Caravelí. 
Los contratos de compra y venta en Lambayeque muestran que no todos eran bozales sino que muchos de ellos ya habían tenido estancias previas en otros países principalmente del Caribe, como Jamaica y Cuba. Lluén (2009), ha encontrado documentos que demuestran que un grupo significativo de esclavizados procedían de Cuba y fueron trasladados para trabajar en las haciendas cañeras de la región. De otro lado, en las tradiciones recogidas de Piura y Lambayeque se indica que algunas familias  afrodecendientes  tenían su procedencia de Panamá, Ecuador  y Colombia.
También se ha confirmado que muchos esclavizados por sus estadías previas en otros países de las Américas ya sabían hablar castellano y podrían adaptarse a las costumbres locales de los nuevos amos.

E)    Sexo y edad de los esclavos negros.
Tardieu (1998), precisa que en los siglos XVI y XVII nunca dejó de plantearse el problema acuciante de la presencia femenina entre esclavos. Asimismo el poder intentó imponer normas legislativas para exigir el embarque por las costas africanas de una tercera parte de mujeres, con el fin de posibilitar el casamiento de los negros y lograr así “la pacificación” de las tierras donde alcanzaban gran densidad. Dada la poca rentabilidad de las mujeres en los sectores esenciales de la producción  (agricultura y minería), nunca se acataban las cedulas al respecto. La edad fue un factor más importante que el sexo en el mercado de esclavos. Un individuo de cuarenta años era considerado viejo.

Cajavilca (2005), señala que en el Perú el esclavo negro era clasificado según su edad: en muleque, de 6 a 14 años; mulecón, de 14 a 18 años; “piezas de indias”, de 18 a 35 años y matungo, si era anciano de más de 60 años. La edad de los esclavos “reproductores”, como los cocolís y los minas, oscilaba entre 20 y 50 años.

Gutiérrez (1987), expone que no todos los negros esclavos procedentes de África tuvieron libre acceso a las colonias de América. Cuando la Corona empezó a autorizar la importación de negros impuso entre otras condiciones que los negros fueran cristianos, nacidos en España o Portugal o al menos  bautizados, para preservar de su idolatría y supersticiones a los ladinos recién convertidos. Por la misma razón fue prohibida la importación de esclavos musulmanes o moriscos. Por su propensión, a la insubordinación y tendencias musulmanas, en 1532 se prohibió la importación de negros “gelofes” (Wolol) de Guinea, exclusión que en la práctica no se llevó a efecto. En cambio durante todo el siglo XVII existió una preferencia por los llamados “negros de Guinea”, procedentes de la región situada entre los ríos Níger y Senegal, estimados por su laboriosidad, alegría y adaptabilidad.

Williams (1975), citado por Adanaqué, R. (2001), hace referencia que los criterios vertidos por los involucrados en el negocio negrero, al seleccionar esclavos, eran variados, así tenemos: “un negro de Angola era la inutilidad personificada; los Caromatines (Ashantis) de la Costa de Oro eran buenos trabajadores, pero muy rebeldes; los mandingas (Senegal) eran demasiados propensos a robar; los Ebos (Nigeria) eran tímidos  y débiles; los Pawpaws  (Dahomey) eran los más dóciles y dispuestos”.

Torres  (1973), citado por Adanaqué, R. (2001), expresa que “los Arará están considerados como los de mejor casta”; y si procedían de la Costa del Oro, los consideraban “de más valor en cualquier parte”. A su vez Barnet (1967) citado por Adanaqué, (2001), en una entrevista a un ex esclavo cubano, consigna lo siguiente “cada negro tenía un físico distinto, los labios  o las narices”. Unos eran más prietos que otros más colorauzcos, como los Mandingas, o más anaranjados como los Musongos. De lejos uno sabía a qué nación pertenecía. Los congos por ejemplo, eran bajitos. Se daba el caso de un congo alto pero era muy raro. El verdadero congo era bajito al igual que las congas; los lucumíes eran de todos los tamaños. Algunos más o menos como los mandingas que eran los más grandes. Los lucumíes eran muy trabajadores, dispuestos para todas las tareas.
F)     Navíos negreros.
Fernández (1996), menciona que “el espacio destinado a cada esclavo durante el cruce del atlántico era de cinco pies y medio de largo  por 16 pulgadas de ancho colocadas como “hileras de lirios en estantes” y encadenados de dos en dos, pierna derecha con pierna izquierda y mano derecha con mano izquierda, cada esclavo disponía de menos espacio que un hombre en un ataúd” (p. 90)

Gutiérrez (1987),  señala que una vez que llegaban a las bahías, inmediatamente se enviaban guardias para que no pudiese entrar ni salir nadie de ellos hasta que se hiciera la visita oficial. Esta visita, antes de desembarcar los negros, estaba ordenada por las autoridades del puerto para evitar fraudes; en ella se contaban los esclavos, separando los varones de las hembras y se inspeccionaba el barco. Oficiales reales y funcionarios de la factoría competían en llegar al barco primero, pues los factores pretendían recibir el registro sellado del navío antes que las autoridades realizaran la visita y aprovechar el tiempo para ocultarlo o disimular el contrabando.

Asimismo el autor menciona que a fines del siglo XVI, un traficante de esclavos los describe así: “Los machos venían bajo cubierta, tan juntos en aquel lugar tan angosto que cuando querían cambiar de postura apenas podían hacerlo. Las hembras estaban sobre cubierta y se echaban donde querían. Todos hombres y mujeres completamente desnudos. No fue mejor el estado de los esclavos en las armazones transportadas por los ingleses a finales del siglo XVIII”. (Gutiérrez,1987. P.197).

El negrero Falconbrige explicó ante el parlamento inglés que el espacio de un esclavo era el de un cadáver en su ataúd, ni más largo ni más ancho que este. Este tipo de economía espacial y de abultamiento en el número de negros embarcados correspondía a la tendencia de los llamados “fardos prietos” en oposición a la de los “fardos flojos”. Los capitanes que preferían la primera argumentaban que la pérdida de vidas causadas por las apreturas y mala alimentación se compensaba con el aumento de los ingresos netos al ser mayor el cargamento. Los partidarios de la segunda tendencia consideraban que dando a los esclavos más espacio y mejor trato reducían la mortalidad y obtenían mejores precios.

Después de sacar a los negros de las bodegas y dejarlos en los lanchones fuera del buque, dos alguaciles recorrían hasta los más recónditos rincones con el objeto de inspeccionar que no se hubiera ocultado alguno. Posteriormente se procedía a desembarcar a los esclavos, uno a uno, en presencia de las autoridades que efectuaban el recuento.

La situación en que venían las cargazones se agravaba con las enfermedades de que eran portadores los esclavos. Las más comunes eran: cámaras, dolor de costado, calenturas, tabardillo, sarampión y el “mal de Loanda” con que se les hincha todo el cuerpo y pudren las encías. Durante el período de la Compañía de Guinea los médicos informan de las siguientes enfermedades y defectos: bicos, hidrópicos tísicos, encancerados de llagas, cámaras en la sangre, flema, hernias, empeines.

G)    Regulación y marca de esclavos.
Fernández (1996), manifiesta que legalmente el esclavo se convirtió en un individuo sujeto al poder de una persona con derecho de propietario. El esclavo carecía de personalidad jurídica y por tanto no tenía derechos en ningún plano de la vida. Era una mercancía humana, una “pieza  de indias”, cuyos parámetros en los mercados de esclavos eran: medir como mínimo siete palmos (cada palmo representa 21cm), tener entre 13 y 18 años y tener todos los dientes y no padecer de ceguera u otras enfermedades. Esta operación se denominó “palmeo”, utilizada como base para medir la altura de los esclavos.

Referente a las marcas colocadas a los esclavos, Adanaqué (2001), expresa que fue en algún momento del siglo XVII, que la corona empezó a marcar a cada esclavo con una “R” mayúscula rematada por una corona, hecha de una sola pieza de pesado alambre de plata llamada carimba, esta primera marca señalaba a la pieza como la propiedad del rey en primera instancia, siendo suprimida gracias a la Real Orden emitida en San Lorenzo de El Escorial, el 4 de noviembre de 1784.

El autor citado en el párrafo anterior menciona que un esclavo vendido en 450 pesos el 11 de setiembre  de 1751, según las descripciones que figuran en la escritura de venta se especifica que tiene una marca “en el pecho derecho  y además con dos cruces en la “sienes”. Lo de las cruces u otras descripciones, posiblemente fueron tatuajes hechos en su lugar de origen para diferenciarse entre grupos o dentro de ellos mismos, como también pudieron ser el estigma de algún castigo impuesto por la justicia social española o cicatriz producto de alguna contienda.

Asimismo Adanaqué (2001), señala que la marca 49 (ver anexo 02) se encuentra en un protocolo conservado en el archivo departamental de Piura, corresponde a una esclava traída de Panamá desembarcada en Paita. Fue comprada al Conde Santa Ana de Yzaguirre (de ahí la inicial Y), factor del real asiento de registros otorgado por la corona española a los señores Aguirre y compañía. Los esclavos puestos en el Perú como fuerza de trabajo en el sector urbano o rural por lo menos tenían tres marcas. A medida que cambiaban de amo eran marcados. Las marcas eran un estigma que los esclavos tendrían que llevarlos sobre el cuerpo el resto de su vida. Su uso debió haber sido el resultado de las fugas o como castigo impuesto por la justicia colonial, además, como constancia de legítima propiedad. Asimismo, garantizaba la devolución del esclavo en caso de ubicarlo oculto o protegido bajo el amparo de algún particular.

La marcación con la “Marquilla Real” debía realizarse en presencia de los oficiales reales, a fin de evitar el contrabando de esclavos. Sólo se libraban de esta operación los moribundos, pues parece que a los niños también se les marcaba por ser la marquilla un requisito indispensable para efectuar transacciones posteriores y demostrar la legalidad del esclavo.

H)    Depósitos, venta y precios de esclavos.
Gutiérrez (1987), hace referencia que los negros esclavos, una vez desembarcados, eran alojados en los patios de las casas de sus dueños o también en corrales acondicionados para ese efecto dentro y fuera de la ciudad. El P. Alonso de Sandoval hace una viva descripción de estos lugares: “Sacarlos luego a tierra en carnes vivas, ponerlos en un gran patio o corral”. Por la noche, divididos por sexos, se les guardaba en húmedas estructuras de viejos muros, sin duda construidos de adobe, en las que se habían erigido con tablas toscas filas de plataformas para dormir. La única entrada, una pequeña puerta, tenía cerrojo. Una ventana, pequeña y alta, proporcionaba la única ventilación, y las instalaciones sanitarias, si las había, consistían simplemente en tinas”. Además de las factorías tenían depósitos, los mercaderes, negreros, y aun los mismos factores quienes los ponían a nombre de terceros por estarles prohibidos al negocio de esclavos mientras fuera su cargo.

Adanaqué (2001), hace referencia que para vender un esclavo, si no había comprador, se ponía un aviso en una pulpería o en algún lugar público o en último caso darle boleta de venta al mismo esclavo para que se ofrezca de casa en casa. Cuando se vendía más de uno (podía ser toda la familia o esclavos traídos al por mayor para ser ofrecidos, al menudo, en el mercado limeño) se practicaba  la subasta pública.

Como ejemplo de venta en 1799 tenemos el siguiente caso: “la persona que quisiera a la negra Isabel Sánchez y Baca, con una hija de cinco a seis años y un negrito de siete meses, su precio por los  tres es de ochocientos cincuenta pesos. Puede recurrir a su  amo que este es el último precio” (Adanaqué, 2001, p.28)

Durante el siglo XIX,  se recurrió a la prensa, donde se publicaban avisos de venta, huida y otros. En el  comercio (Lima, 31-07-1856) se publicó el siguiente aviso: 

Rectángulo redondeado: “¡Ojo al aviso ¡
Se ofrece un ama de leche entera sana, de buenas costumbres y con garantías; en la fresquería plazuela de san lázaro darán razón”.
(Adanaqué, 2001, p.28)








Este aviso nos indica que las negras, tal vez libertas, se ofrecían para amamantar a los recién nacidos, hijos de la aristocracia. La venta de los esclavos en el mercado capitalino y provinciano del virreinato peruano estuvo determinada por la oferta y la demanda. El precio de los niños y las mujeres era menor con relación al de los hombres, lo que posibilitó que estas últimas puedan comprar con mayor facilidad su libertad, aunque fue una posibilidad, (no podemos decir la principal característica) pues, se han podido ubicar muchos expedientes de esclavas  haciendo pleitos, siguiendo juicio, al amo por la promesa de libertad ofrecida si accedía a sus caricias amorosas. El precio de cada esclavo fluctuaba  de 400 a 800 pesos. Así variaba de acuerdo a las condiciones del sistema colonial.

Según manifiesta Aguirre (2005), los precios de esclavos variaban muchísimo en función de la edad, el sexo, el color, las aptitudes para ciertos trabajos, la relativa escasez en su oferta, y muchos otros factores. Cualquier generalización nos llevaría a simplificar demasiado las vicisitudes que rodeaban la fijación del precio de un esclavo. Basta decir que, en términos muy gruesos, los precios promedio se situaban alrededor de los 300-400 pesos, aunque hubo casos notables de esclavos con oficios calificados que alcanzaban cifras exorbitantes, que superaban los 1 000 pesos.

La compra de un esclavo o esclava, cualquiera haya sido su precio, representaba una inversión considerable. Los autores antes citados calculan que, para comprar un esclavo "barato" en el siglo XVII o XVIII, se requería el equivalente de unos 600 a 800 jornales, es decir, la remuneración por un trabajo continúo durante al menos dos años. Mayor razón aún para subrayar el hecho de que individuos y familias de recursos modestos invertían sus magros ingresos en comprar esclavos, demostrando la importancia que para su confort y prestigio social tenían esas adquisiciones.

Al ser considerado el esclavo como un bien semoviente, objeto de enajenación, su comercialización se sometió a las mismas costumbres y formalidades que se realizaban en el traspaso de cualquier mercancía de su género. En el comercio de esclavos los trámites de las transacciones siempre se realizaron por medio de títulos públicos ante un escribano y testigos que garantizaran la propiedad y, por ser mercadería de importación, quedaron sujetos a las formalidades de registro de los libros de la aduana. La Casa de Contratación y la Junta de Negros legislaron minuciosamente sobre los requisitos que en este sentido había que cumplir. En todas las ventas, además de quedar registrados en los libros respectivos y ante escribano, era necesaria la expedición por parte de la Factoría o vendedor de una escritura o título de propiedad - instrumento que junto con las marcas Real y de la Compañía (negrera) servían para identificar las piezas legítimamente introducidas. En ellas se hacían constar además de las características generales de sexo, edad, casta, así como otras circunstanciales como escarificaciones corporales, habilidades y por supuesto tachas y defectos, etc., que permitiesen fácilmente la identificación del esclavo y siempre al margen el dibujo de las marquillas Real y del Asiento a las que muchas veces se añadía otras que le habían sido puestas por sus dueños.

Formas y Estilos de Vida de los Esclavos Negros en Lambayeque


Por: Rosa Cortez - Paola Siesquén - Martín Cabrejos Fernández

Rocca (1985), indica que con la llegada de los esclavos negros se dio una división del trabajo. Un sector de esclavos se dedicó a las actividades al interior del núcleo urbano desarrollando labores domésticas y de servicio para los amos españoles y otro sector mayoritario fue destinado para trabajar en los trapiches, ingenios o haciendas azucareras. Se podría decir que el grueso de la mano de obra negra principalmente fue destinado para trabajar en cañaverales. El mercedario Murúa también se refiere a la gran riqueza azucarera de la región Lambayeque, llena de ingenios que trabajan muchísimos negros esclavos.

Los esclavos negros trabajaron en el área urbana en construcciones y servicios; mientras en el área rural, trabajaban básicamente en trapiches e ingenios azucareros.

Las mujeres esclavas trabajaban en la ciudad y en el campo cumpliendo diversas funciones. Entre las tareas que cumplían en las casonas urbanas y en las casas haciendas tenemos:
§  Trabajos de cocinas.
§  Nanas o nodrizas, cuidados de niños.
§  Servicio doméstico, cumpliendo mandados.
§  Limpieza de la casa  y la lavado ropa.
La vida de las esclavas era diferente según la zona en que residía (la ciudad o el campo). En el campo hacían diversas tareas. Además de encargarse de cocinar, servicios domésticos y cuidado de parturientas y niños, trabajaban también en tareas productivas.
Según informes de Kapsoli (1975), cada año les entregaban ropa a las esclavas. Se les da un faldellín cocido con  sus cintas de reata, dos varas y media de dicha para reboso, cuatro varas de tocuyo en corte con sus diez hebras de pitas para camisa o justan, un paño para la cabeza.

Las mujeres dormían en los galpones conjuntamente con los varones. La vida de la mujer esclava en el campo era más dura que en la ciudad. En la ciudad había, con más frecuencia, compra y venta de mujeres esclavas; era también notoria la diferencia en su vestimenta con relación a las mujeres esclavas en las zonas rurales o campiñas. Ello se debe a que la nobleza urbana prefería tener presentables a las esclavas que las acompañaban.

Ramírez (1991), indica que los esclavos negros, que probablemente constituían unas de las fuerzas laborales más caras, tanto en capital inicial, como en el coste anual de mantenimiento, se adquirían y entrenaban sobre todo para realizar trabajos especializados en las manufactura de azúcar y jabón; los hacendados preferían a los indios para las faenas agrícolas pesadas, para ahorrárselas a los negros. Sustituir a un indio por otro indio les costaba muchos menos que comprar un esclavo; la división del trabajo se hacía con criterios raciales. Numerosos esclavos se ocupaban de fabricar jabón y curtir los cueros; mitayos y jornaleros trabajaban como mano de obra no cualificada o semi calificada.

Ubicación de la población urbana y rural en Lambayeque (castas y negros).
La provincia de Zaña en el siglo XVIII, en la época, que colinda con Piura y Trujillo, tenía una amplia extensión y abarcaba las poblaciones de los valles del rio la Leche, del rio Lambayeque, del río Zaña y del río Jequetepeque. (Ver anexo 03).

Esta provincia de Zaña abarcaba 20 poblados  en cada uno de los cuales funcionaba un curato, los poblados eran los siguientes: Zaña, Chérrepe, Santa Lucía, San Pedro, Santa Catalina, San Roque, Jequetepeque, Chiclayo, Mocupe, Mochumi, Ferreñafe, Jayanca, Yllimo, Reque, Monsefú, San Pedro De Lloc, Ingenios, Chepén, pueblo nuevo.  Asimismo referente a las castas que se encontraban en dichos espacios se ha tomado como referencia el manuscrito “Estado que demuestra el número de Habitantes del Obispado de Trujillo con distinción de castas formado por su actual obispo (Martínez de Compañón)” (Ver anexo 04). Del cual solo se ha extraído la parte que nos interesa para el presente estudio, respetando, en el cuadro, la ortografía del manuscrito original.

En el referido manuscrito se evidencia que la población total de la provincia de Zaña era de 32 188 que representa al 100% de la población total. Asimismo tenemos que el mayor número de habitantes son indios con 19 751, representando el 61.4%; en segundo lugar encontramos a los mixtos con 4843 personas lo que representa al 15%; luego encontramos a los pardos con un total de 3 152, lo que equivale al 9.8%. Los españoles eran 2533 siendo el 8.8 % de la población total  mientras que la suma total de negros es 1 760 lo que significa el 5.5%. También podemos observar que la mayor cantidad de  negros se encuentran en los siguientes curatos: Santa Lucia 338 (19%), Ingenios 319 (18%), Chepén 308 (18%), Santa Catalina 305 (17%) (Ver anexo 05).

Es digno de resaltar que en el documento original de Martínez Compañón y Bujanda, en la columna que refiere las cantidades totales, en el total de pobladores del curato de Santa Lucía en la Provincia de Saña (o Zaña) se ha encontrado el siguiente error: se consigna como suma total la cantidad de 3 016 pobladores, siendo la correcta 2 986 pobladores. Inferimos que debió tratarse de un error de cálculo, considerando que las demás cantidades han sido correctamente sumadas. No hay razón para pensar que el error mencionado se produjera a adrede.

En la sección de anexos se podrán apreciar el documento original así como también los cuadros realizados en Excel.

NÚMERO DE HABITANTES CON DEFINICIÓN DE CASTAS EN LA PROVINCIA DE SAÑA.

PROVINCIA

CURATOS

ECLESIASTICOS
SEMINARISTAS
RELIGIOSOS
RELIGIOSAS
ESPAÑOLES
INDIOS
MIXTOS
PARDOS
NEGROS
TOTALES










SAÑA
SAÑA
2

8

73

39
370
90
582
CHERREPE
1




139



140
S TA LUCIA
3



487
1256
616
286
338
3016
SN PEDRO
8



316
1577
523
461
83
2968
S TA CATALINA
13



303
1134
381
379
305
2515
S TA ROQUE
8

3

406
1935
475
538
160
3525
JEQUETEPEQUE
2



86
720
259
76

1143
CHICLAIO
2

9

408
4244
883
635

6181
MOCUPE
1




110



111
MOCHUMI
1




350



351
FERREÑAFE
7



248
3160
797
166
60
4438
MORROPE
1



4
1317
67

13
1402
JAIANCA
2



89
313
228

84
716
YLLIMO
1




54
10


65
REQUE
1



2
481
4
7

495
MONSEFU
1




1516
16


1533
S N PEDRO DE ILOC
1



54
746
213
72

1086
INGENIOS
2



17

8
14
319
360
CHEPEN
2

9

100
356
318
148
308
1241
PUEBLO NUEVO
1




343
6


350
Fuente: Manuscritos de America en las Colecciones Reales, Trujillo del Perú. Volumen III. S. XVIII. En Patrimonio Nacional, Real Biblioteca. Manuscrito de America, Madrid.

A)    Esclavitud urbana.
Según Rocca (2010), los esclavos urbanos son aquellos traídos por los españoles a las ciudades para trabajar especialmente en el servicio doméstico y artesanal.

Por su parte Bernand (2000), refiere que la pintura de los siglos XVII y XVIII, tanto europea como americana, nos brinda escenas personificadas por estos hombres de color que viven con los señores (sus amos) en las ciudades. Los pajes negros vestidos de raso y terciopelo de “Las Bodas de Canaán” de Veronense, los criados de Velázquez, y, posteriormente, los cuadros de castas mexicanos o los retratos de personalidades oficiales acompañadas de sus lacayos morenos insisten en la función estética del esclavo. Esto no es simplemente una idealización del artista, sino un aspecto esencial de los servidores de los grandes señores: el de servir de adorno. Por supuesto, la mayoría de los negros urbanos no comparte con los lacayos y otros criados elegantes esa dimensión ornamental, pero esta nunca está totalmente ausente, como lo demuestra en el ámbito urbano el éxito de las fiestas y músicas negras, que se prolonga hasta nuestros días.

En la medida en que reconocemos el carácter peculiar de la esclavitud urbana, debemos esforzarnos en circunscribir el ámbito en el que se desarrolla. Esta tarea no es fácil porque, si bien en la actualidad la separación entre el campo y la ciudad nos parece una evidencia, en la época colonial es difícil trazar en forma neta los límites entre uno y otro mundo. Los arrabales, muladares, rancherías, zonas lindantes y fincas adyacentes forman parte de la ciudad y constituyen una zona fronteriza, una margen, donde el campo y el casco urbano se entremezclan.

§  Actividades y vida de esclavos negros en la zona urbana.
Aguirre (2005), señala que los conquistadores españoles y sus descendientes quisieron reproducir en las colonias los mismos modelos sociales y culturales que existían en la metrópoli. Asimismo menciona que se carece de cifras confiables sobre el número de esclavos domésticos que vivían en las ciudades peruanas pero, existen algunos cálculos que demuestran que más del 80 % de la población esclava de Lima, a fines del siglo XVIII, estaba dedicada al servicio doméstico.

Sus tareas como sirvientes domésticos incluían la preparación de comida, lavado  de ropa, cuidado físico y limpieza de las viviendas o servicio de mano.  Cuidado de los niños, incluyendo su alimentación por las “amas de leche” y cualquier otra necesidad que tuvieran los amos.

Las amas de leche, que era oficio de las esclavas, no siempre fue apro­bada por ciertos sectores de las élites. Un artículo en el Mercurio Peruano cuestionó esa práctica con el argumento de que la con­dición de las esclavas "contamina la inocencia de los niños que amamantan, enseñando sus bailes y costumbres indecentes"

El número de esclavos definía, de alguna manera, el estatus de una familia. Cuantos más esclavos tenía, mayor era el prestigio social de que se disfrutaba. Pero no solo los ricos disfrutaban de esclavos sino también funcionarios medianos y miembros de la iglesia. Profesionales, artesanos, mercaderes, viudas, y gente de modestos recursos poseían esclavos y esclavas que en el servicio doméstico.

Hacia 1586, los negros libres constituían 25% de la población negra de Lima (estimada en 4 000 personas) y un 10% de la población total de la ciudad. Ha­cia 1792 los negros libres constituían casi 20% de la población de Lima. No todos habían sido esclavos. De hecho, aquellos que habían nacido libres tuvieron mayores po­sibilidades de mejorar su situación en la escala socio-racial. Mu­chos de ellos lograron ubicarse en posiciones de cierta impor­tancia, especialmente como artesanos, burócratas, religiosos, propietarios de pequeños negocios (bodegas, cantinas, tien­das) y oficiales en las milicias. Muchos negros libres se convertirían tam­bién en propietarios de esclavos, una de las muchas formas a través de las cuales trataban de consolidar su ascenso social.

Estructuralmente, sin embargo, la mayoría de negros libres enfrentaban obstáculos, tal como los esclavos, y ocupaban el mismo lugar en la escala laboral: domésticos, vendedores, peones, cargadores o aguadores. También eran tratados con la típica desconfianza y discriminación con que en general eran tratados los esclavos negros.

Hombres y mujeres, esclavos y libres, negros y mula­tos, terminaron confundidos en una activa vida pública y festi­va que incluía ruidosas celebraciones paganas y religiosas, jaranas con amigos, vecinos y familiares, y las inevitables pe­leas callejeras que, con frecuencia, tenían desenlaces fatales.

Aguirre (2005), afirma que los esclavos domésticos estaban sujetos a la obser­vación y control directos de los amos, y solían ser víctimas de castigos severos cuando violaban las normas establecidas o, en todo caso, cuando se creía necesario darles un escarmiento. Cuando un esclavo fue acusado por su amo de un robo, por ejemplo, este "lo mandó a amarrar de pies y manos de una escalera y le tiró diez y ocho azotes que después dejándolo en la misma situación de amarrado se fue a encender y chupar un cigarro, volvió a continuar dándole más azotes cuyo número no pudo contar.

Las formas de castigo que se les daba a estos esclavos respondían, en parte a la imagen que se tenía de ellos y también de los negros libres como grupos sociales desordenados, inestables y promiscuos, y en parte, al derecho que los amos creían tener de poder castigar a sus esclavos de la manera más cruel y violencia posible.  Pero todo ello, sobre la imagen del esclavo, no recoge toda la realidad debido a que los esclavos urbanos y los esclavos libres formaban familias, contrajeron matrimonio, desarrollaron lazos de solidaridad y, con relativa y, con relativo frecuencia, adoptaron una actitud conforme a las expectativas  que sobre ellos tenían sus amos y las autoridades.

Asimismo Adanaqué (2001), indica que el trabajo en las panaderías era penoso. Un esclavo trabajaba desde las primeras horas del día y prácticamente amanecía sin descansar, mientras durase el tiempo dispuesto para poderle dominar su espíritu rebelde y cimarrón.

Por otro lado Aguirre (2005), afirma que un número importante de esclavos urbanos trabajaba fuera del recinto doméstico, bajo una modalidad que se dio en lla­mar "esclavitud a jornal". Este sistema existió en diversas par­tes de América Latina y fue mucho más común en las ciudades grandes, donde existían oportunidades para los esclavos de insertarse en la economía urbana. El sistema consistía en que los amos enviaban a sus esclavos a trabajar en distintos oficios (en algunos casos, escogidos por los amos, pero más común­mente por los propios esclavos) con la única condición de pa­gar al propietario una especie de renta llamada "jornal", pudiendo el esclavo retener el saldo que quedaba de sus ingre­sos. El jornal se fijaba generalmente como un porcentaje del precio del esclavo aunque, como es comprensible, estaba su­jeto a negociación entre las partes. Es difícil estimar el número de jornaleros en las calles de Lima. Flores (1984), halló que en 1777 en Lima fueron censados 363 jornaleros, una cifra que con seguridad no incluye la totalidad de esclavos que operaban bajo esa modalidad.

Los esclavos jornaleros se ocupaban en las mismas tareas que los negros libres y otros sectores de las clases populares: trabajaban como artesanos, albañiles, vendedores callejeros, cargadores, aguadores, peones de chacra o hacienda, arrieros y en un sin número de otros oficios urbanos. En el caso de las mujeres, Arrelucea (1984), alude que las jornaleras se desempeña­ban mayormente como vendedoras callejeras de comida y otrosproductos, lavanderas, cocineras o nodrizas.

Asimismo, Cajavilca (1999), refiere que en la costa norte dentro del área urbana, los esclavos y los mulatos libertos fueron empleados en las siguientes actividades:
-       Labor de construcciones en los recintos eclesiásticos, militares y civiles. La oligarquía blanca y criolla de la sociedad criolla, que estaban encargados de la construcción de las obras militares y civiles, tenían en alquiler sus esclavos siendo esta una de las mejores fuentes de ingresos económicos.
-       El servicio doméstico calificado. Del comportamiento del esclavo dependía su permanencia en las fincas del amo. De cuando en cuando el amo vendía su esclavo o esclava. Si eran casados se les vendía por separado a distintas familias.

Es posible pensar que en Lambayeque los esclavos urbanos (que significaban un número muy pequeño del total de esclavos) se dedicaran a similares actividades.

Los trabajos calificados a saber fueron: canteros, albañiles, carpinteros, plateros, cocineros, etc. En la medida en que un esclavo lograba el dominio de uno de estos oficios, su calificación artesanal era más alta y, por ende, era mayor la rentabilidad que sus amos obtenían por los servicios ofrecidos.

En estas circunstancias el esclavo artesano recibía un estímulo económico-social y restricciones en los castigos corporales. El estímulo más alto constituía su libertad, que adquiría mediante el ahorro de los ingresos económicos y propinas que obtenía de los mulatos libertos.
 
Referente a lo señalado por Cajivilca se puede evidenciar que en la costa norte del Perú exactamente en Piura existió también la “esclavitud a jornal”  aunque el autor no utilice esta misma frase para describir la modalidad del trabajo que realizaba el esclavo fuera del recinto doméstico por lo cual recibía el amo sustanciosos ingresos económicos.





§  La propiedad del esclavo.
Cajavilca (2005), manifiesta que los propietarios de esclavos negros disponían de sus servicios y tiempo de trabajo y estos le ofrecían su obediencia a todos los mandatos del amo. Algunos amos eran bondadosos con sus esclavos especialmente los pajes, los que conducían las carretas, los sacristanes, los negros artesanos y los bolleros; el amo les proporcionaba ropa y alimentos.

Todo negro llegaba al Perú en estado de servidumbre, los hijos heredaban la condición de la madre. La condición del niño mulato con sangre de antepasados blancos y negros dependía de la que tuviera su madre. Es decir, el nacido de padre blanco libre y de madre esclava negra o mulata, nacía esclavo.

Una persona al tiempo de morir disponía sus esclavos entre sus herederos de modo conveniente y equitativo entre los miembros de la familia. Si un amo moría sin testar, el reparto se hacía de acuerdo a las leyes hereditarias del derecho canónico. En estas circunstancias se nombraba un albacea para ordenar el reparto de los esclavos entre los miembros de la familia.

En 1808, María Adrianzén y Palacios, natural de la ciudad de Piura, viuda de Don Juan Gaspar López De La Peña, natural de los reinos de España, dispuso la repartición de sus esclavos entre sus herederos. Es interesante la lectura del documento pues nos muestra una costumbre propia del siglo anterior. A continuación parte del texto de su testamento:

“Manda, que Don José Pérez De Santillán pariente de su marido, se le den un mil pesos de a 8 reales: un zambito nombrado José Limo como de 9 años”. Declara que tiene por sus esclavos “una zamba nombrada María, otra Petrona, otra Isabel y otra Juana Antonia y dos mulatillos llamados Luis y José Palomino aquel hijo de dicha María y este de la mulata mariana que también fue su esclava que componen el número de 6 a los cuales mando que desde el día de mi fallecimiento en adelante sean libres”

Deja a favor de su hermano el “Regidor Don Joaquín de Adrianzén y Palacios un zambito y otro a Don Felipe Cavero, aquí el que cada uno eligiere para sí por ser esta mi voluntad”

Declara que en poder y servicio de Petrona Marticorena su comadre tiene una zambita su esclava “nombrada nieves como  de 10 años de edad, es su voluntad dejársela por su esclava en 200 pesos”

Deja por bienes sus esclavos siguientes “María de los Dolores, José Valentín, José Sebastián, Estefanía, Pablo Mario y Josefa Antonia, con todos zambos hijos de referida María y Josefa Antonia, todas zambos de la referida María Rosa, José Gerbacio, José Anastasio, Ana Teresa y Francisca también zambos hijos  de la mencionada Petrona, Manuel, José y Custodio asimismo zambos hijos de la expresada Isabel”

“María de la luz mulata, María Petronila zamba, José Ezequiel mulato y una negra criolla nombrada Juana, y aunque de este tengo en mi poder un hijo suyo llamado Cecilio, declaro que sea libre por disposición de su primer ama, la madre Jerónima Palacios religiosa de velo negro que fue del monasterio de Santa Clara de la ciudad de Trujillo”.

B)    Esclavitud rural.
La población esclava rural según Aguirre (2005), era mayoritariamente masculina y joven, aunque en las haciendas jesuitas, en virtud de una estrategia que apuntaba a maximizar su repro­ducción y estabilidad, se buscó el equilibro de sexos.

Según Adanaqué (2001), en el campo, el castigo al negro era despiadado. Todas las haciendas tenían instrumentos de tortura. Lo característicos en estos lugares era que el amo muy esporádicamente la visitaba, todo quedaba en manos del mayordomo. A su vez, este encomendaba el control de los negros  a un liberto. El dueño vivía en la ciudad despilfarrando la renta  de la tierra en objetos suntuosos.

Boccara (2002), menciona que en el obraje de San Lázaro en la periferia de Lima, donde la mayoría de los obreros eran esclavos, estos eran tratados como presos, al igual que los indios. En 1691, “tres pardos naturales de esa ciudad, esclavos de Francisco Franco, vecino de ella, denuncian el miserable estado  en que se hallan con los rigurosos castigos y malos tratos que reciben de sus dueños en un obraje donde se hallan cargados de cadenas, mazos de hierro, barretones, garapiñas y grillos, sin tener ningún descanso aun en días feriados, y que si alguna vez no entregan las tareas les hace amarrar y azotar por las plantas de los pies y en la barriga, y además de esto derritiéndoles velas encendidas por todo el cuerpo dejándoles casi muertos, de que se sigue que huyendo de estos castigos se desesperan algunos echándose en las pailas hirvientes ahorcándose o degollándose, a lo que se añade, que los que son casados no les consienten tratar ni comunicar con sus mujeres”.

Lecuanda (1966), quien visitó el Valle de Saña en el siglo XVIII señaló lo siguiente: “en cuanto a los negros, se ven muy pocos libres. Casi todos son esclavos de las haciendas de fabricar jabón, azúcar y pan llevar como también del servicio doméstico de las casas”.

Granada (1984), señala que en el cañaveral de San José de la otra banda en el año 1739, había 106 esclavos con seis paradas de trapiche. La otra banda, está a la orilla izquierda del río Zaña al lado sur de la ciudad. Huertas (1993), indica que en Cayaltí, en 1734 habían 120 esclavos negros.

Luis de Briones propietario del cañaveral de San José de la otra banda declara en 1739 que cuenta con 100 esclavos, 6 paradas de trapiche de bronce, bueyes, carretas y demás aperos, añade además que su cañaveral cuenta con alfares, árboles frutales y 14 mil 400 cepas de olivo;  a esta lista habría que agregarle quintales de caña.

§  Actividad (es) y vida de esclavos negros en las haciendas de Lambayeque.
Según Rocca (2010), los nuevos asentamientos de afrodecendientes se distribuyeron en las ciudades principales y en diversos valles costeños, donde habían grandes y medianas haciendas. En Lambayeque radicaron principalmente en Zaña, Cayaltí, la Otra Banda, Capote, Jayanca, Santa Lucía, Los Ingenios, Ferreñafe, Luya y Tumán. En las ciudades de Chiclayo y Lambayeque estuvieron trabajando en las tinas y en las casonas coloniales.

Breve descripción de lo que abría sido la vida de un esclavo durante un día entero en una hacienda cañera norteña: 

5 a.m: Se levantaba al amanecer al esclavo. Se abría la puerta al alcalde del galpón, encargado de chequear la relación de los ocupantes.

6 a.m: Toque de campana para que los esclavos fueran a trabajar a los cañaverales bajo órdenes del caporal de pampa y sus ayudantes quienes distribuían herramientas: lampas, azadas y arados.

8 - 9 am.: A esa hora comían el sango que preparaban las esclavas negras en grandes pailas, lo que se hacía con maíz y manteca.

9 - 12 .m: Nuevamente recibían una ración de sango, algunas veces frijol.

1 pm.: Nuevamente trabajo en las haciendas hasta las 6 p.m. algunos negros que tenían adicionalmente sus propias chacras para complementar su alimentación y no escaparse trabajaban en ella en las tardes o en días feriados.

6 pm.: Tocaban la campana. Eran la hora de la oración. Regresaban del cañaveral y entregaban las herramientas.

6:30 – 8 p.m.: Entraban al galpón todos para comer nuevamente el sango, merienda.

8 p.m.: En algunas haciendas se acostumbraba a tocar la campana y salían a rezar a la capilla. Había oraciones, catecismo y rosario.

9 p.m.: Regresan al galpón a dormir. El galpón hacia ronda a esa hora. El administrador chequeaba relación de los esclavos si alguno faltaba luego era castigado. Dormían hasta las 5 a. m” (Rocca, 2010, p.47)

Asimismo Aguirre (2005), expresa que los esclavos desempeñaban distintas funciones en las haciendas. La imagen de una "esclavatura" homogénea e indiferenciada es ciertamente falsa. La mayoría de hombres, y un alto porcentaje de mujeres, trabajaban en los campos de cultivo, pero muchos desempeñaban otras tareas como el cuidado del ganado, carpintería, limpieza, venta de productos, transporte y servicio doméstico en la casa hacienda. El ejercicio de estas distintas tareas estaba estrechamente vinculado a la existencia de jerarquías en la población esclava, basadas en distinciones de género, edad, color, origen (bozales vs. criollos, por ejemplo), calificaciones, y grado de obediencia y disciplina. Una especie de "élite" de esclavos, aquellos que desempeñaban trabajos especializados y de confianza, recibía gratificaciones, privilegios y solía tener una relación mucho más cercana con los propietarios y el resto de personal de administración de la hacienda.

Las jornadas de trabajo eran por lo general agotadoras, aunque el grado de opresión y abuso de la mano de obra esclava variaba con las tareas, la edad, la condición del esclavo o esclava, las estaciones agrícolas y otros factores. No era raro que los esclavos fueran obligados a empezar el trabajo a las 4:30 de la mañana y recién pudieran descansar al ponerse el sol. El látigo del caporal estaba siempre a la mano para recordarles sus obligaciones. Pero no sólo era la duración de la jornada, sino también la monotonía y dureza de las tareas lo que convertía al trabajo esclavo en una agobiante y opresiva actividad.

Los esclavos de hacienda vivían en modestos ranchos ubicados en los linderos de la hacienda, o en el caso de haciendas grandes, en galpones, una construcción bastante elemental de sucesivas habitaciones, con frecuencia encerradas tras altas paredes para hacer más difíciles las fugas. Cada habitación de galpón servía para acomodar una familia esclava o varios esclavos solteros, estos últimos, en teoría, separados según el sexo. Por lo general pasaban allí las pocas horas de descanso que les eran permitidas, casi siempre bajo llave y sujetos a la vigilancia de los caporales o los llamados "alcaldes de galpón", especie de delegados escogidos entre la población esclava, usualmente de edad madura y con cierta ascendencia sobre el resto, y quienes ayudaban a mantener la disciplina y el orden.

Rocca (1985), la vida diaria del esclavo que trabajaba en “tinas” es dada a conocer en recientes estudios que revaloran la importancia de investigar los lugares denominados tinas donde se producían jabón y se confeccionaban cueros en el norte del Perú. Respecto a los esclavizados y las tinas son escasas las investigaciones; sin embargo, los avances que se han logrado son significativos en Piura y Lambayeque.  Cabe señalar que en dichos lugares los esclavizados tenían trabajos de mucho esfuerzo y además tenían celdas o calabozos de castigo.

Hay Procesos de investigación en curso en Lambayeque en donde existió una tina de la familia Pinillos y otra tina perteneció a Domingo Figueroa y hasta la fecha hay una zona de Chiclayo que se denomina la tina. Referencias a estos lugares se encuentran en algunos estudios de Figueroa - Hidrogo. 

El arquitecto Risco (2002), ha realizado un estudio- tipología arquitectónica de Chiclayo en la época colonial sobre las tinas en Chiclayo. Estas Instalaciones eran  destinadas a la curtiembre de cueros y producción de jabón. El proceso se iniciaba con el beneficio del ganado caprino para el aprovechamiento de su piel y su cebo, razón por la cual al lugar también se le denominaba  Tina y Matanza. Debido a los requerimientos de agua para la obtención de los productos y a la necesidad de limpieza y eliminación de gran cantidad de desperdicios nauseabundos, estas instalaciones se asentaban en las cercanías de acequias bien abastecidas y ubicadas además en la periferia urbana por el mal olor que el lugar despedía. En Chiclayo se asentaron en el borde norte y noroeste, aprovechando las rutas hacia las caletas de exportación y posiblemente debido al viento predominante del lugar que sopla de sur a norte el cual se llevaría los malos olores sin problemas para los habitantes. Al ubicarse “extramuros”, las áreas del solar eran extensas incluyendo frecuentemente huertos.

Descripción de algunas tinas en Lambayeque y Chiclayo a fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. Nos refiere los siguientes ambientes:
-     Corralones de caña brava: para el ganado caprino que llegaba en pie.
-     Noques de ladrillo y cal: para “podrir la grasa”.
-     Grasera con horno: para hervir grasa y además con depósitos y noques para recolectar y medir la cantidad de grasa colada.
-     Depósitos de ladrillo y cal: para almacenar agua que usan los coladores.
-     Pieza: para guardar leña.
-     Sebera: bodega para guardar sebos con tendal de cal y ladrillo.
-     Cenicero: pieza para almacenar cales y lejía.
-     Bodegas de jabón: para la obtención  de jabón. Había noques con muretes de adobe y piso de ladrillo para recibir la mezcla. Luego se empleaban estanterías de cañas para el secado de jabón, denominadas barbacoas. El proceso culminaba en las mesas de corte para piezar el jabón.
-     Depósito: de tinas de bronce.
-     Saladero: para salar los pellejos y la carne.
-     Molinos de piedra: para moldear paypay, que es un árbol de donde se extraían químicos para el proceso.
-     Paypallera: para almacenar paypay.
-     Tenería: con tinajas para curtiembre de cordobanes, tinajas para alumbrar pellejos y noques de ladrillo y cal para echar los pellejos a la cal.
-     Bodega cordobanera: para guardar los cueros ya procesados.
-     Calabozos con cepo: para el sometimiento de los esclavos negros. (Rocca, 2010, p. 49)






§  Las Haciendas lambayecanas: Dos casos distinto, Zaña y Tumán.
Según Rocca (2010), el trato dado a los esclavos en los lugares señalados era totalmente distinto. Fundamentalmente porque Tumán fue administrado por los sacerdotes de la Compañía de Jesús aunque por un breve periodo de tiempo. Los esclavos de los jesuitas eran los mejor considerados, con el objetivo de aprovecharlos en un régimen graduado de sobreexplotación. Muy diferente era la vida de los negros en propiedad de particulares.

Del mismo modo Vega (2003), acentúa que fueron tan diversas las formas que asumió la esclavitud en el Perú virreinal, que no solo era diferente el trato entre el esclavo de la ciudad y del campo, sino que en un mismo valle podemos encontrar notables diferencias. En el caso del valle de Lambayeque, ser esclavo en Tumán era muy diferente de ser esclavo en Pomalca, Zaña o en Cayaltí. En estas últimas los abusos eran el pan de cada día, y los esclavos se veían obligados a huir y transformarse en cimarrones o formar palenques. 

Tumán
En la hacienda Tumán según Vega (2002), hasta 1767 corre la administración de los jesuitas, hasta 1791 la administración de la Real Junta de Temporalidades, y luego pasa a manos privadas. Sin embargo, el impacto de estos cambios en la vida cotidiana de la población esclava fue muy leve, por cuanto los administradores puestos por la Junta de Temporalidades siguieron las reglas dejadas por los jesuitas.

Hacia 1659, Picsi fue donada a los jesuitas del Colegio de Trujillo a través de testamento por doña Juana Carvajal. Posteriormente los jesuitas fueron comprando las tierras colindantes, dando lugar a la formación de la gran hacienda de Tumán. Los jesuitas no solo recibieron tierras sino también esclavos negros cuya cantidad, como ocurría con las tierras, se fue engrosando a través de la compra y la reproducción natural en virtud de una política de equilibrio de sexos que favorecía las uniones matrimoniales y el aumento de los nacimientos.

El inventario realizado, al momento de la expropiación de la hacienda en 1767, evidencia que de los 178 esclavos registrados, 109 eran varones y 69 mujeres, ellos constituían la base de la mano de obra con la que contaba la hacienda Tumán, y, después de la tierra, eran su mejor capital. La mayoría de ellos eran nacidos en la hacienda y mantenían un fuerte lazo de identidad con la tierra. La tierra de la hacienda era amplia. Abarcaba 580 fanegadas de tierras de cultivo, montes de algarrobo, e incluía sesenta fanegadas del espacio ocupado por la casa principal

La expulsión de los jesuitas constituyó un quiebre profundo en la historia de la hacienda Tumán. El 27 de febrero de 1767 la Corona Española dispuso la expulsión de los jesuitas de todos los territorios españoles, así como la expropiación de todos sus bienes.

En el Tumán del siglo XVIII, la vida cotidiana giraba en torno de la producción del azúcar y sus derivados. Pero no todos los esclavos se dedicaban directamente a la producción y procesamiento de la caña de azúcar. Una amplia gama de actividades anexas, muy bien organizadas por el padre coadjutor, empleaban la mano de obra de una importante cantidad de esclavos. Además, siendo que la Compañía de Jesús actuaba al mismo tiempo como una empresa comercial y como un instituto religioso, se esforzó siempre por encontrar un terreno común en que ambas exigencias fueran compatibles.

Galpón
Era el espacio físico habitacional que vio  nacer y también extinguirse la vida de los esclavos negros en Tumán. También fue lugar de socialización y de aprendizaje de las formas culturales del grupo social, y evidenciaba un alto grado de cristianización y de identidad con la hacienda. Era el lugar de descanso pero también de preparación para el trabajo, la diversión y el esparcimiento. Los ritos religiosos lo relacionaban con la capilla; la enfermedad mayormente por accidentes de trabajo lo relacionaba con la enfermería, y excepcionalmente las fiestas patronales con el resto de la hacienda.

En la hacienda el proceso de cristianización de los esclavos que comenzaba con el bautismo. Casi siempre era el cura de San Miguel de Picsi el que venía a la hacienda a administrar el sacramento del bautismo, lo cual se realizaba luego del mes de nacida la criatura. Los nombres preferidos correspondían totalmente a la tradición cristiana, principalmente María para las mujeres y Jesús para los varones, unidos a otros nombres del santoral católico, de modo que eran muchos los que compartían el mismo nombre. La vida del infante continuaba en el galpón, primero solamente en el cuarto de sus padres, el cual era habitado por más de un hogar, casi siempre tres o cuatro, eso sí, todos provenientes de un mismo padre, de modo que el proceso de socialización se iniciaba entre una gran familia extendida compuesta de abuelos, padres, hermanos y primos; después la vida del niño se ampliaba al resto del galpón.

Los esclavos recibían anualmente telas para confeccionar sus vestidos de ordinario, bayetas para las mujeres y pañete para los hombres. Tanto el nacimiento cuanto la muerte eran acompañados con telas nuevas, tocuyos para los pañales del recién nacido y la tradicional mortaja para el difunto.

Los niños esperaban el día de sus cumpleaños en que recibían cinco varas de tocuyo. Y los esclavos calificados recibían telas especiales. Los vestidos eran confeccionados por los mismos esclavos, pero en ocasiones especiales o cuando la mano de obra esclava estaba totalmente concentrada en las actividades productivas de la hacienda, se contrataba los servicios de un sastre indígena, famosos en este menester.

Entre los diez y quince años eran incorporados a las actividades productivas de la hacienda. Hasta entonces solamente habían ayudado a sus padres en las actividades domésticas y en el cuidado de las aves de corral, cerdos y cuyes, o en la pequeña chacra familiar. Sí, porque en Tumán, como en casi todas las haciendas jesuitas, a los esclavos no solo se les permitía criar animales como propiedad personal, sino que además recibían pequeñas parcelas para cultivar “pan llevar” con que completar su dieta alimenticia.

Hombres y mujeres participaban en las diversas actividades de la hacienda, aunque no en todas. La cocina estuvo reservada para las mujeres, así como el cuidado de los niños, ancianos y enfermos. El trabajo en el cañaveral, más conocido como “la pampa”, estaba reservado sobre todo a los varones, aunque también las mujeres jóvenes ayudaban en las tareas menos pesadas.

La mayoría de esclavos negros recibían comida preparada de la hacienda, y solamente aquellos que tenían vivienda separada del galpón cocinaban aparte. La hacienda compraba mensualmente maíz, frijoles, arroz y veinte reses para las raciones de los esclavos. A las ocho de la mañana se repartía el desayuno, consistente sobre todo en zango, que era preparado con harina de maíz y chancaca; también el champús, menos denso que el anterior. El almuerzo preparado con base en frijoles, arroz y carne de res era repartido después del mediodía. Aparte, las negras mayores que no salían al campo podían complementar la dieta; para lo cual preparaban comida extra: bebidas, mazamorras, alfajores dulces de diverso tipo. Estos últimos eran muy frecuentes, dado que constantemente se les repartían a los negros los trozos de panes de azúcar que se deshacían por accidente o porque no llegaban a cuajar totalmente; igualmente, mieles antes de que se avinagraran. Además de la comida, los esclavos recibían su ración de “buen tabaco”.

Señala Vega (2002), que analizando la cantidad de azúcar y miel recibida por los esclavos, resulta difícil dejar de relacionar este hecho con la gran afición que ahora tienen los campesinos de Lambayeque por la preparación de una gran diversidad de comestibles dulces: sus famosísimos kinkones, las natillas, las chancaquitas, las melcochas, los alfeñiques, los toffees, las merodias, las basitas, el frijol colado y la mazamorra de Chiclayo, como llaman a la calabaza. Lo que es seguro es que no eran la diabetes ni el cáncer pulmonar los motivos que llevaban a los esclavos negros a la enfermería y, en el peor de los casos, a la muerte. En 1767, cuando se produjo la expropiación de la hacienda.

La Pampa
Luna negra camina / que tengo que trabajar / anda recoge la caña / que tu negro va a cortar (versos de 1631 recogen precisamente la experiencia de los negros en la pampa durante la cosecha de la caña).

La pampa era el nombre que se daba a la tierra de cultivo en las haciendas de la costa. En el caso de Tumán estaba constituida fundamentalmente por más de quinientas fanegadas de tierras de cultivo de caña de azúcar, ocupadas al momento de la expulsión de los jesuitas por 139 cuarteles de caña y nueve alfalfares que se ubicaban en la jurisdicción del corregimiento de zaña.

Estas tierras de cultivo eran regadas por las aguas del canal del Taimi, antigua acequia cuya limpieza anual relacionaba la hacienda con las comunidades indígenas vecinas. Arar, sembrar, regar y cortar la caña eran actividades propias de la pampa, para las que la mano de obra esclava estaba preparada, y cuando no se daba abasto entonces se recurría al apoyo de los indios de las comunidades vecinas.

Trapiche
El procesamiento del azúcar era complejo, y en algunos casos se precisaba de mano de obra sumamente especializada; pero la tecnología empleada era muy sencilla. Un oficial albañil indígena realizaba las obras de construcción y reparación de la casa de la hacienda y era asistido por ayudantes esclavos. Organización y especialización eran la clave del éxito en el procesamiento del azúcar en Tumán.

La primera parte del proceso era conocida como la molienda; por eso a la ramada donde se ubicaban los trapiches se le conocía también como la ramada de molienda, y a los esclavos especializados en atender las operaciones de esta etapa como molineros o trapicheros. Una vez limpiada, la caña era enviada a los trapiches para que le extraigan el jugo. Eran los bueyes moledores los que movían el eje que hacía girar la rueda del trapiche. Al igual que los aradores, no cualquier buey era moledor; los que lo eran estaban preparados para no marearse dando vueltas en círculo.

Después el proceso continuaba en la Casa de Paylas. Esta era un conjunto de cuartos donde se ubicaban unos enormes recipientes de metal llamados paylas o fondos que tenían diversos usos. Los jugos extraídos, conocidos como “caldos”, eran juntados en un gigantesco “artesón de plomo”. Esta era la primera payla por la que pasaba el jugo de caña en proceso a convertirse en azúcar. Luego eran conducidos a otro cuarto, donde se encontraba la llamada Mesa de Paylas, que no era otra cosa que una gigantesca cocina que contenía ocho grandes paylas donde se cocinaban los caldos hasta que tomaran punto, proceso conocido como de templa. Aquí se encontraba el esclavo más importante de la hacienda, conocido como “el azucarero” quien señalaba el instante preciso en que los caldos tomaban punto. De su pericia dependía que el azúcar saliese de buena calidad, el punto preciso para las mieles y la templa suficiente de las melazas.

El siguiente tramo del proceso continuaba en la Casa de Purga, donde los caldos a punto eran vaciados en unas hormas de barro hasta que cuajaran. En los diferentes inventarios de la hacienda consultados se observa que en la casa de purga se encontraba un promedio de quinientas hormas que contenían los caldos en proceso de cuajar, y si tenemos en cuenta que cada pan de azúcar pesaba dos arrobas, entonces se deduce que la casa de purgas debió de ser un espacio muy amplio.

Pero no todos los caldos eran destinados al azúcar, sino un poco también a la elaboración de mieles, entonces estas también eran llevadas a la casa de purga y depositadas en porrones. Cuatro eran los tipos de mieles que producía la hacienda. “Miel de Sol”, que era la de mayor calidad y por lo tanto la de mayor precio, “Miel de Caras”, “Miel de Barreno” y “Miel de Purga”.

Después los panes sacados de sus hormas eran conducidos al Cuarto de Empajar. En él los panes sólidos eran envueltos cuidadosamente en paja de modo que quedaban protegidos de la contaminación con impurezas y listos para ser vendidos, utilizándose en promedio cinco libras de paja para cada pan.

 Zaña.
Según Rocca (1985), en Zaña la situación era distinta. Exalta que en los primeros tiempos de la fundación de la Villa Santiago de Miraflores de Zaña se instalaran 20 españoles y años después ascendieron a un número de 40. Al servicio de estos españoles estuvieron 240 indígenas mitayos de la región.

Los españoles al ejercer su dominio sobre los indígenas no pudieron erradicar su acervo cultural. En un primer momento se dieron uniones sexuales entre españoles e indios surgiendo mestizos. Posteriormente, los españoles llevaron esclavos negros a la Villa de Santiago de Miraflores de Zaña para tareas domésticas y trabajos en los cañaverales. La presencia de estos esclavos en el valle generó un doble proceso de mestizaje; por un lado la unión de negros con  indios generó un sector de zambos o pardos, y la unión entre negros y blancos  dio origen a los mulatos.

Comenta Rocca (2010), que según la publicación de Baltazar Martínez Compañón y Bujanda, en 1784, en la otra provincia de Zaña había un total de 1760 negros y 3,152 pardos. Hay que diferenciar dos espacios: la jurisdicción de Zaña como provincia y la sede urbana, jurisdicción del curato local, que fue una antigua villa española.

Un valioso estudio sobre esta zona urbana ha sido realizado por Huertas (1993), que inclusive a publicado  un antiguo plano con los nombres de los 41 españoles que fueron propietarios de solares de los primeros tiempos de la villa española. Los mencionados españoles tenían esclavos.

La provincia de Zaña comprendía los siguientes valles: La leche, Lambayeque,  Zaña y Jequetepeque. En el curato  de la ciudad de Zaña, también conocida como la villa Santiago de Miraflores, había 90 negros y 370 pardos. En otros curatos de la provincia de Zaña la población negra fue la siguiente: en santa lucia, 313 negros y 286 pardos; San Pedro, 83 negros y 461 pardos; en santa catalina, 305 negros y 370 pardos; en San Roque 160 negros y 538 pardos; en Jequetepeque, ningún negro y 76 pardos; en Mórrope, 13 negros; en Reque, ningún negro y 7 pardos; en ingenio, 319 negros y 14 pardos, en Chepén 308 negros y 148 pardos.

La particularidad de la Villa de Zaña es que en 1784 había sólo 73 españoles, ningún indígena y 39 mixtos (mezcla de español con indígena). Si sumamos los negros y pardos de Zaña encontramos un total de 360 personas con raíces africanas, es decir, dentro del 80 % de la población de Zaña. El éxodo de los españoles  se registró durante la colonia en dos momentos: en marzo de 1686, por la invasión y acoso del pirata Eduard Davis y sus huestes; y, nuevamente en marzo de 1720, por la inundación de la Villa de Miraflores, que fue arrasada por el Rio Zaña. La mayoría de españoles se trasladó a otra ciudad de la costa. La población afrodescendiente se transformó en la mayoría absoluta en Zaña expandiendo su hegemonía cultural.

Rocca (2010), indica que la población económicamente activa en Zaña en el año 1792 estaba conformada por:
Indios.
18 448
71 %
mestizos
3 946
15 %
Castas.
2 327
9.40 %
Esclavos.
1 211
4.60 %






Por otro lado, el autor refiere que se cometieron muchos abusos contra los esclavos negros, referenciando que fueron castigados en el Cerro “La Horca”,  fueron acusados de las tragedias de Zaña, y una vez vendidos, los esclavos eran marcados por sus amos a fuego de carimba con un signo distintivo puesto en la espalda del esclavo, como hasta ahora se hace con el ganado; tan bárbara costumbre movió a compasión al Arzobispo Toribio de Mogrovejo a cuya instancia se reunió con el Concilio Provincial de Lima (o Limense) y recomendó que a los esclavos negros no se les castigue con crueldad (mayormente con brea o con hierro malvado).

De esta manera se determina que dentro de la cotidianidad de los esclavos negros de Zaña, existieron muchos hechos que denigraron y atentaron contra la dignidad del esclavo, producto de ello se considera que el cimarronaje tiene su origen en Zaña, puesto que este fue el lugar en donde recibieron más malos tratos que en cualquier otra hacienda de la región y adherido a ello se hace evidente la presencia de esclavos negros muchos más rebeldes que opusieron resistencia a la esclavitud (Cimarronería y bandolerismo).

§  Maltratos y castigos a los esclavos negros.
Aguirre (2005), manifiesta que los esclavos del virreinato peruano pertenecían, según la legislación y las prácticas sociales de la época, a la escala más baja de la jerarquía racial y socio-económica. La legislación colonial sancionó con claridad la condición subordinada del esclavo negro, excluyéndolo de una serie de derechos y privilegios reservados sólo para los habitantes de origen europeo, restringiendo sus movimientos, asignándole obligaciones especiales por el hecho de ser esclavo, y sometiéndolo, además, a una serie de prácticas degradantes que acentuaban su opresión y marginalización.

Se les prohibiría beber vino o chicha, andar a caballo, reunirse en grupos en corrales o rancherías, e incluso ser enterrados en ataúd. Los esclavos y negros libres tenían bloqueado el acceso a cualquier forma de educación formal y, en diferentes momentos, fueron prohibidos de practicar ciertos oficios.

La legislación sobre castigos y sanciones a los esclavos negros revela aún más crudamente su posición subordinada en la sociedad colonial. Por lo general recibían, en la legislación y en la práctica, castigos más severos que las personas libres, y se usaban contra ellos métodos punitivos que habrían sido considerados infamantes si hubiesen sido aplicados contra españoles. Veamos algunos ejemplos. Al negro que fugase del poder del amo, por ejemplo, se le debía castigar con cien azotes, pero si la ausencia duraba diez días, se mandaba que se le amputase el pie, y si se prolongaba a veinte, el esclavo debía ser ahorcado. Se estipulaban premios para quienes capturaran a esclavos cimarrones, vivos o muertos, y bastaba presentar la cabeza del negro para recibir la recompensa. Las violaciones al toque de queda eran castigadas con cien azotes la primera vez, castración la segunda, y finalmente con el destierro fuera de la ciudad a la tercera ocasión.

Bowser (1974), expresa que el maltrato de una india por un negro hacía a este merecedor de cien azotes. Y las reuniones no autorizadas de más de diez negros los hacían merecedores de doscientos azotes. La "Recopilación de las leyes de Indias" (1680) consolidó el armazón legal referente al trato a los esclavos. Por cuatro días de fuga mandaba se le aplicasen cincuenta azotes; por diez días, debía recibir cien azotes y portar una calza de hierro de doce libras durante dos meses; la fuga fuera de la ciudad hasta por cuatro meses resultaba en cien azotes la primera vez y destierro la segunda; finalmente, una fuga que durara seis meses y que incluyera la comisión de algún delito, merecía la pena de muerte. La aplicación de estas penas solía variar con respecto a la normatividad, y resulta difícil concluir si en la práctica los esclavos eran castigados con mayor o menor severidad que lo mandado por la ley.

C)    El Rechazo al Sistema.
§  Cimarronaje, palenques y bandolerismo en Lambayeque.
Aguirre (2005), hace hincapié que solo una proporción minoritaria de esclavos consiguió la manumisión en muchos casos a costa de hipotecar su futuro. Dado que la posibilidad de acumular dinero no estaba al alcance de todos, y que los amos otorgaban la libertad a cuentagotas, mu­chos esclavos prefirieron otro camino para intentar acceder a la libertad: fugarse del poder de los amos. No todos los esclavos, naturalmente, intentaron fugarse, pero es casi seguro que todos lo pensaron alguna vez.

Aquellos que lo intentaron no siempre tuvieron éxito, pero de, entre todas las violaciones a la autori­dad que los esclavos ejecutaron, la fuga parece ser la más fre­cuente o, al menos, la que más preocupaba a las autorida­des y a los amos.

Desde el periodo colonial temprano los cimarrones constituyeron un permanente dolor de cabeza para las autoridades, no sólo por el hecho de que al fugarse desconocían la propie­dad y autoridad del amo, sino además por sus actividades de bandolerismo y robo en ciudades y caminos. Por tanto, las fu­gas eran severamente reprimidas con azotes, panaderías, ce­pos, cárcel y hasta la muerte. El estado colonial tomó medidas represivas desde muy temprano, contratando alguaciles de cam­po y otros grupos armados para perseguir a los cimarrones.

En 1557, por ejemplo, el virrey Andrés Hurtado de Mendoza y Carrera, Marqués de Cañete, creó la "Santa Hermandad", una institución militarizada cuya misión era dirigir las operaciones contra esclavos cimarrones en las zonas rurales. La historia de esta institución estuvo plagada de problemas financieros y políti­cos, pero su evolución en la cual estuvieron fuertemente involucrados los propietarios de esclavos y autoridades del más alto nivel revela la importancia que se le daba al cimarronaje como una actividad desestabilizadora del orden pú­blico y de las jerarquías asociadas a la esclavitud.

La persecu­ción y captura de cimarrones era también, por supuesto, un asunto que los amos no dudaban en acometer por su cuenta: contrataban personal para perseguirlos, ofrecían recompen­sas, organizaban expediciones y castigaban a posibles cóm­plices u ocultadores.

Las panaderías, fueron el destino de cientos de esclavos cimarrones cap­turados por los amos y puestos allí a modo de escarmiento. En las haciendas, la captura de cimarrones era generalmente acompañada de durísimos castigos con azotes y cepos.

Lavallé (1999), referencia que en 1787, algunos integrantes de una pandilla de cimarrones y ban­doleros pertenecientes a la Hacienda Laredo fueron arrastra­dos por caballos antes de ser ejecutados, mientras sus cóm­plices fueron castigados con 200 azotes cada uno, en el caso de los hombres, y 100 en el caso de las mujeres.

No resulta exagerado sugerir que el cimarronaje convir­tió a la esclavitud, tanto en áreas rurales como en zonas urbanas, en una especie de guerra de guerrillas, pues en todo momento había un número significativo de esclavos huidos y grupos de gente armada persiguiéndolos por calles, caminos y bosques.

Las razones detrás de las fugas de esclavos fueron numerosas: constante maltrato por parte de los amos (castigos, poca alimentación, excesivo trabajo), el deseo de reunirse con otros familiares, o simplemente la posibilidad de vivir una vida más libre.

Aguirre (1993), sustenta que la abrumadora mayoría de cimarrones en Lima eran solteros y jóvenes. Alrededor del 72% de ellos eran hombres, según las muestras disponibles para distintos períodos en la zona de Lima. Entre 1840 y 1846, 42% de los hombres y 36% de las mujeres se fugaron de chacras o haciendas de la capital, mientras el resto lo había hecho de las casas de sus amos o de las panaderías.

Asimismo el autor  afirma que un porcentaje mayor de mujeres fugaba de residencias urbanas, mientras que había más hombres entre quienes fugaban de las haciendas.

En general, ambos grupos se fugaban por causas similares (maltrato, castigo cruel, excesivo trabajo) pero muchas mujeres también fugaron para ocultar embarazos. El tiempo que permanecían fugadas las mujeres era en general más corto que el de los hombres, lo que puede indicar que ellas practicaban con mayor frecuencia el "petit maroonage" (fugas temporales) o que se les capturaba más rápido que a los hombres. Las mujeres se refugiaban casi por igual en casas de amigos y chacras cercanas, mientras que la mayoría de hombres lo hacía en chacras y montes alejados, es decir, buscaban poner mayor distancia con respecto al amo.

Reveladoramente, los hombres tendían a sobrevivir del robo y el bandolerismo en mayor proporción que las mujeres, mientras que estas vivían de la ayuda de amigos y parientes con más frecuencia que los hombres.

La vida para un cimarrón estaba llena de peligros y desventuras. Su destino era incierto, la posibilidad de conseguir trabajo "honrado" escasa, y el riesgo de ser denunciado, capturado y castigado cruelmente era muy alta. Quienes no optaban por la fuga lo hacían no porque prefirieran la esclavitud, sino como resultado de un pragmático cálculo de posibles ventajas y desventajas. El hecho de que tantos y tantos esclavos sí se atrevieran, demuestra que para muchos de ellos era preferible correr dichos riesgos antes que seguir tolerando la crueldad, el excesivo trabajo, o simplemente la autoridad del amo.

Un gran número de esclavos fugaba hacia regiones alejadas, tratando de poner distancia entre ellos y los amos. Otros merodeaban por las mismas haciendas donde ha­bían trabajado, escondiéndose en montes y cañaverales. Los cimarrones mantenían vínculos sentimentales o económicos con esclavos y otros trabajadores en sus haciendas de origen, y solían volver a ellas de vez en cuando para sumarse a cele­braciones o visitar conocidos. Muchos se camuflaban en las ciudades, tratando de pasar por negros libres e integrándose a la masa de trabajadores urbanos en busca de una ocupa­ción. Con mayor frecuencia, sin embargo, y dada la precarie­dad de su situación, los cimarrones terminaban ejercitando actividades delictivas, sobre todo en la forma de bandolerismo.

El bandolerismo, según Flores (1984), fue endé­mico a lo largo de la colonia. Los bandidos atacaban en grupos de diferente tamaño, generalmente pequeños, modestamente armados y mayoritariamente masculinos.

Estos atacaban a sus víctimas para robarles, naturalmente, aunque también se ha detectado en numerosos casos un afán de venganza contra autoridades, hacendados e incluso caporales. En 1638, en Piura, una pandilla de cimarrones atacó al alcalde provincial y su asisten­te, les cortaron la cabeza, y quemaron sus cuerpos.

Como en otras sociedades, algunos de estos personajes adquirieron la fama de bandidos generosos y nobles, pues su­puestamente robaban a los ricos y ayudaban a los pobres, aun­que, como en otros casos también, la leyenda parece haber superado a la realidad. Ignacio de Rojas, un bandido que ope­raba en la zona de Chancay, adquirió la fama de ladrón genero­so que robaba a los ricos para dar a los pobres.

Las partidas de bandoleros solían representar la diversi­dad de ocupaciones y castas de las clases populares urbanas y rurales. Había muchos esclavos entre ellos, pero también ne­gros libres, blancos e indios pobres, y toda una variedad de oficios rurales y urbanos.

En un valioso estudio, Arrelucea (1984), ha iluminado, además, los componentes de género detrás de la participación de las mujeres en el bandolerismo: en las partidas, dice, "las mujeres, libres y esclavas, no ocupa­ban un rango similar a los hombres (...) eran consideradas subordinadas, cumplían roles secundarios, estaban a cargo del apoyo logístico pero no participaban de la toma de decisiones".

Flores (1984), considera al bandolerismo como un fenómeno "funcional" al régimen colonial. Vivanco (1990), lo considera una "vía de desfogue" de las tensiones sociales. Más allá de esto, sin embargo, lo cierto es que el bandolerismo fue un peligro latente para los grupos dominantes, revelaba las grietas en el sistema de dominación, expresaba claramente el descontento y la frustración de am­plios sectores populares (esclavos y libres) y alimentaba los deseos de libertad entre los oprimidos, especialmente los es­clavos.

En el Perú, como en casi todas las sociedades esclavistas, según sostiene Aguirre (2005), los cimarrones formaron comunidades semiautónomas y militari­zadas llamadas palenques o quilombos. Estas fortificaciones se ubicaban generalmente en zonas apartadas de las ciudades o en áreas inaccesibles en las inmediaciones de las haciendas.

Variaban en tamaño, organización y grado de complejidad, desde comunidades altamente estructuradas con una economía compleja y autosuficiente, hasta simples escondites temporales de bandoleros y cimarrones. Por lo general, se escogían terrenos de difícil acceso para sus potenciales perseguidores, pero al mismo tiempo cercano a posibles fuentes de recursos como comida y ganado, y que permitiesen el contacto con redes de colaboradores tanto en haciendas cercanas como en las ciudades. En 1784, por ejemplo, se informó que los palenques de Supe y Andahuasi "son tan impenetrables que solo el fuego los podía allanar: en ellos se ocultan y desde allí salen a sus asaltos comunicados por los que aparentemente parecen fieles servidores de sus amos.

El palenque era, siguiendo los patrones del cimarronaje, un espacio abiertamente masculino. De un total de 77 palenqueros de la zona de Lima entre 1760 y 1820, sólo 7 eran mujeres.

Diversos autores han sostenido que los palenques de esclavos durante los dos primeros siglos de la colonia constituyeron un intento por construir una comunidad autosubsistente, fundamentalmente agrícola, y regida por principios jerárquicos en los que la religión y la etnicidad africanas jugaban un papel central. El palenque, dice Flores (1984), es la ocasión para recuperar una cultura que parece irremediablemente perdida. Conforme avanzaba el siglo XVIII, sin embargo, los palenques empezarían a cobijar una población mucho más heterogénea, que incluía esclavos, negros libres, mestizos, indios y otros. Tendieron, además, a convertirse en simples refugios de bandoleros, abandonando gradualmente los ideales de organización propia y auto subsistencia. Hacia la primera mitad del siglo XIX, los palenques eran generalmente escondites temporales y precarios de esclavos fugitivos, relativamente vulnerables a los asaltos de autoridades y cazadores de cimarrones.

Aunque existieron palenques en distintas zonas del virreinato peruano, es en los alrededores de Lima donde se ha documentado un número importante de ellos, especialmente a lo largo del siglo XVIII. Distintos trabajos mencionan la existencia de palenques en zonas como Carabayllo, Santa Rosa, Taboada, Balconcillo, Lurigancho, Huachipa, Vicentelo, Monte del Rey, Punchauca, La Calera y otras.

Tord y Lazo (1981), señalan que de todos ellos, el de Huachipa parece ser el mejor documentado de todos. En fecha no precisada, pero cercana a 1712, en las inmediaciones de la hacienda Huachipa, un grupo de esclavos fugitivos creó un refugio permanente en un "paraxe montuoso... cubierto de ciénagas e impenetrables cañaverales". Dicho lugar se hallaba cerca de Cajamarquilla, una antigua ciudad pre-hispánica, en un lugar denominado "El Guaico". Al momento de su destrucción vivían en el palenque un total de 22 hombres y 16 mujeres, la mayoría de ellos esclavos bozales. De los 29 que fueron capturados, 8 eran Congos, 6 Lucumis, Terranovos, 5 Minas y el resto de otros grupos étnicos. La ma­yoría eran cimarrones fugados de haciendas, si bien es cierto que también los había de procedencia urbana (como el caso de aquellos cuyas dueñas eran una pulpera o una tamalera). Aunque los había de edad más avanzada, la mayoría de palenqueros eran jóvenes entre 20 y 30 años de edad. La organiza­ción material giraba en torno a la agricultura de subsistencia, el trabajo artesanal y el robo de ganado, armas y otras especies en los caminos y haciendas de los alrededores. El palenque tenía una estructura política quasi militarizada, con un "gene­ral" o gobernador que ejercía una autoridad civil y militar. Con­taban, además, con una red de espionaje y abastecimiento que incluía leñadores y otros trabajadores rurales de la zona. Al parecer, los palenqueros "reclutaban" activamente esclavos fu­gitivos tanto de las haciendas vecinas como de la ciudad de Lima. El líder del palenque era Francisco Congo "Chavelilla", un esclavo que había fugado de su amo en Pisco, pasó algún tiempo en Huaura, y finalmente se refugió en Huachipa, donde luego de algunas disputas internas consolidó su liderazgo y asumió el papel de líder político, militar y quizás incluso reli­gioso (algunos se refieren a él como un "brujo que no morirá con hierro"). Chavelilla se refiere a los demás cimarrones como "mis soldados". Ejercía al parecer una justicia férrea, mandan­do castigar a quienes se resistían a cumplir sus órdenes. El estado encargó al corregidor de Huarochirí y a un representante de los hacendados la tarea de destruir el palenque y apresar a sus habitan­tes. Se formó una partida que bloqueó las rutas de acceso, asaltó la fortificación esclava, y capturó a la mayoría de cimarrones que se encontraban allí, muchos de ellos heridos durante el enfrentamiento. Poco después el palenque fue completamen­te quemado y destruido. Chavelilla y otros líderes fueron so­metidos a juicio y condenados a la horca y a ser descuartizados.

Como en otros casos de palenques en América Latina, el de Huachipa revela los alcances y límites de la resistencia esclava. Los esclavos allí reunidos expresaban, en los hechos, un rechazo radical a seguir aceptando su condición servil.

Del mismo modo que los autores antes referidos Rocca (2010), expresa que el cimarronaje fue una forma de protesta. Además señala que hace pocos años, básicamente se conocían los palenques de Lima a partir de los estudios de Tord y Lazo (1981). Sobre el norte, recientes estudios, principalmente llevados a cabo por Figueroa y Hidrogo (2007), nos ilustran de casos de cimarronaje y la existencia de un palenque en Tumán-Lambayeque. El cimarronaje era frecuente en las haciendas norteñas donde trabajaban los esclavos. Era una respuesta a los malos tratos y a los trabajos de sol a sol en zonas de altas temperaturas.

Algunos estudios realizados indican que en 1780 la hacienda azucarera “La otra banda” de Lambayeque se arruinó y hubo fuga de esclavos, los cuales “andan haciendo latrocinios en las inmediaciones.

Figueroa y Hidrogo (2007), informan que el palenque de  Ferreñafe fue constituido entre mil 1797 y 1798; y que dicho palenque fue destruido, siendo detenidas 22 personas. Cuatro rebeldes fueron ahorcados.

§  Levantamientos de esclavos negros en Lambayeque.
Huída de esclavos de la Hacienda de Tumán al Cerro de Pátapo (1743).
La hacienda y trapiche de San Francisco de Borja de Tumán, fue propiedad de  la  Compañía de Jesús desde 1659, año en que les fue donada por doña Juana de Carvajal, con cuatro esclavos. Con la administración de los jesuitas se intensificó la producción de azúcar y sus derivados, y por ende el incremento del número de esclavos para su servicio.

María Rostworowski citado por Izquierdo (2011), nos dice que para el año de 1724, la hacienda contaba con 29 esclavos, y en 1760 con 160. Vega (2003), anota: "En 1767 año de la expulsión de los jesuita, se contaron 178 esclavos (109 varones y 69 mujeres)”.

La convivencia en ella era menos dura que en el resto de haciendas de la región, propiedad de laicos. Existía una actitud paternal del trabajo y los esclavos gozaban de algunas concesiones. Tenían pequeñas parcelas, criaban porcinos, aves de corral, cuyes etc. Se les proporcionaba buena comida, vestido y su infaltable tabaco. Contaban con enfermería y capilla. Descansaban los domingos y fiestas (que los jesuitas respetaban como días de descanso, salvo fuerza mayor).

Según Izquierdo (2011), el 16 de marzo de 1743, el Corregidor don Carlos Prudencio de Guzmán, vecino de Lambayeque, recibía, de manos del Escribano de Cabildo don Sebastián de Polo, una desesperada y urgente "petición" cursada por el Padre Jesuita Don Pedro de Frutos, a la sazón, administrador de la hacienda de Tumán. En ella le hacía saber que los "esclavos negros" de la mencionada hacienda se habían "levantado y ausentado" negándole la "obediencia". En esta clara actitud de resistencia se encontraban ya por espacio de cuatro días. Y como sobre ellos pesaba gran parte de la producción, la hacienda estaba "padeciendo gran deterioro". Suplicaba su "reducción" para evitar también "las continuas extorsiones que están haciendo a los que transitan los caminos inmediatos en donde se hayan refugiados".

Estériles habían resultado sus demandas a fin de que los esclavos depusieran su actitud, a pesar de haberles prometido "una y otra vez" el perdonarles su falta, más bien y como respuesta "con más empeño se han ahuyentado de dicha hacienda llevándose consigo todas sus familias y demás menesteres de sus casas". El lugar elegido para su refugio fue el Cerro de Pátapo, "inmediato a dicha hacienda". En el aludido cerro pretendían hacerse fuertes y evitar con esto ser reducidos fácilmente.

Enterado de los hechos, el corregidor se dispuso a pasar inmediatamente al "paraje y Cerro de Pátapo", con el fin de "reducir a los negros" y entregarlos a la hacienda, sabía muy bien que la fuga daba lugar al cimarronaje y el bandolerismo. En el acto fueron notificados el capitán don José Ternero, el alférez Juan Samudio, el sargento Manuel Espejo y los cabos Manuel de Ureta y Marcelo Samudio de la Compañía de Pardos (afro mestizos) libres de Lambayeque, para que marchen a incorporarse a las tropas de Ferreñafe, "llevando cada uno el arma de fuego que le corresponde". En Ferreñafe se les proporcionaría las respectivas y "necesarias municiones de guerra", costeadas para el efecto por el corregidor. A los citados oficiales se les hacía saber también que sí por motivos injustificados faltaran a la cita serían castigados según "la ordenanza militar", el mismo castigo recibirían también, de darse el caso, los soldados que bajo su mando componían dicha compañía.

A las 8 de la mañana "según el sol" del día 27, el corregidor en compañía del escribano y una pequeña escolta salió de Lambayeque con rumbo a  Ferreñafe, pueblo al que arribó "como a las once del día según el sol" (durante mucho tiempo el cielo fue el instrumento principal de la medición del tiempo, es decir, el día solar). Inmediatamente hizo notificar a los oficiales de las milicias de ese pueblo, primeramente al "capitán gobernador de la infantería de a caballo" don Antonio Vílchez, que se excusó de participar en la excursión por tener 80 años, en su defecto iría el "teniente de la Compañía de a caballo de dicho pueblo" Don Francisco Bolungaray" y los capitanes de "a caballo" Don Francisco Solano Chiclef, don Calixto Florencio y don Pablo Sánchez, cada uno al frente de sus respectivas compañías de naturales "de a caballo". En fin, un gran desplazamiento de milicias de caballería, debidamente armada y municionada. Sin duda esto se produjo teniendo en cuenta que el número de sublevados era elevado. Si nos atenemos a las cifras dadas entre 1724, 1760 y 1767, mencionadas al inicio, cabe suponer que para 1743, la cifra bien podría bordear los 150; una cantidad respetable de esclavos de ambos sexos.

A  las cuatro de la tarde, se envió al esclavo Domingo Robles, negro criollo, y al mulato libre Cipriano Alcocer, "personas prácticas en los montes y cerros", para que juntos verifiquen el "paraje exacto" donde se encontraban.

Unas horas después exactamente las doce de la noche partieron de Ferreñafe, llegando a las diez de la mañana "según el sol" del día 28. En las faldas del cerro se encontraban, a la vista, numerosos negros "levantados". En el acto se distribuyeron las cinco compañías de caballería "por diversos parajes al pie del Cerro", con el fin de sitiarlos. El Corregidor con una parte de la tropa avanzó hacía el cerro hasta ponerse a punto de escuchar las razones que daban los negros”. Como la "vocería y gritería" era estrepitosa, mandó se calmasen para poderlos oír.

Seguidamente le manifestaron que el motivo de "haberse retirado a aquel Cerro", era huyendo "del castigo continuado que les daba el Padre de Frutos" y que además no permitía "que guardasen los días de fiesta haciéndolos trabajar como en los demás de trabajo". Que depondrían su actitud y volverían a la hacienda si de Frutos salía de ella. Pedían también que el Padre Miguel, con "uno que otro de la Compañía de Jesús", volviera a hacerse cargo de la administración de la hacienda.

Resuelto a restablecer el orden sin hacer uso de las armas, el Corregidor les envió un parlamentario de nombre Pedro Bomba, negro de casta "Mina", como "paisano y de la nación de muchos de los sublevados", esclavo de la hacienda Luya y "ladino en lengua española". La orden dada al negro Bomba era que subiese al cerro y les ordenase de parte del corregidor, bajasen de él a su presencia y se "redujesen y sujetasen en la obediencia que debían tener". El corregidor estaba dispuesto a oírlos "en justicia" y reponerlos en la hacienda hasta la llegada del procurador del Colegio de Trujillo, que se encontraba en camino. En él serían depositados para que dispusiese lo que más convenía. Les hacía saber también que no los castigaría si se entregaban voluntariamente, caso contrario "experimentarían el rigor de la justicia y el efecto que causan las armas". Acompañaba a Pedro Bomba en esta misión el pardo libre Cipriano Alcocer.

Llegados al pie del cerro, se les acercaron los dos principales cabecillas de la sublevación (sus nombres no figuran en el expedientillo), a quienes notificaron verbalmente la orden dada por el Corregidor. En respuesta les manifestaron que dijeran "a su Merced", que estaban dispuestos a bajar del cerro, siempre y cuando se retirara de la hacienda el administrador de Frutos. Mientras tanto pedían no los consignasen en la hacienda, hasta que llegase el Padre Procurador del Colegio de Trujillo, y que los principales motivos de su huída habían sido "los crueles castigos que con ellos hacía el P. Pedro de Frutos y así mismo haciéndolos trabajar todos los días de fiesta sin permitirles aquel descanso en las noches". Pedían también ser "gobernados" por el Padre Miguel (su apellido lamentablemente no figura en el instrumento), compañero del Padre de Frutos, respecto de que este último había faltado a su palabra dada por intermedio del fraile Félix de Irarrazabal, con motivo de su anterior huída, en que se les ofreció perdonarles "sus yerros" sí volvían a la hacienda, cosa que no ocurrió así, ya que esa misma noche "supieron por cierto se buscaban y solicitaban prisiones por dicho Padre para sujetarlos".

Luego se divisó a un religioso con el hábito de la Compañía de Jesús y montado a caballo se dirigía, por "el pie del Cerro", hacía donde se encontraba el corregidor. Este no era otro que el Padre Miguel, portador de un escrito, redactado y firmado, a la carrera y "en papel común", por dé Frutos. En él le suplicaba suspenda cualquier determinación en aras de la "reducción de los negros sublevados", comprometiéndose a dar parte a sus superiores para que por este medio no continuara perjudicándose la hacienda. Cumplido el encargo el P. Miguel solicitó "venia y licencia" para que en calidad de intermediario subir al cerro, la que en el acto le fue concedida. Y aunque algunas personas se ofrecieron acompañarlo, prefirió ir solo.

Después de haber hablado por espacio de media hora con los "sublevados", descendió para comunicarle al corregidor que estos se encontraban en total y franca rebeldía, resueltos a no abandonar su refugio hasta que saliera de la hacienda el P. de Frutos. Y que "primero perderían la vida que salir del Cerro". Ante tal determinación el P. Miguel le suplicó al corregidor suspendiese inmediatamente "reducirlos con las armas", ya que esto podría traer como consecuencia la pérdida de “algunos negros", y de resultas el consiguiente "perjuicio y atraso" de la hacienda (por aquellos años las "piezas de ébano" escaseaban y se cotizaban caras). Además como estaba próximo a llegar el Procurador del Colegio de Trujillo, él se encargaría de tomar "la más acertada providencia para que se reduzcan los negros al servicio de dicha hacienda". Le aseguraba también, mediante juramento repetido "por segunda y tercera vez", que los negros no harían "extorsión alguna" en los campos, mucho menos a los pasajeros, porque él los proveería de lo necesario para su "natural alimento", hasta la llegada del Procurador. Por último le pedía y suplicaba "en nombre de su religión”, mandase retirar las tropas y concluir con el sitio, a fin de que no corran peligro las vidas de los esclavos, y concluía diciendo: "la Compañía de Jesús se daría por muy satisfecha...y apreciaría semejante favor".

Esta inédita fuga de esclavos de la hacienda de Tumán, la podemos enmarcar en las del tipo de carácter temporal. Esto porque en ningún momento tuvo por objeto el lograr la libertad, sino más bien el de conservar algunas prerrogativas, negadas por el nuevo administrador, alterando radicalmente con esto sus condiciones de trabajo y subsistencia. Huyeron en un intento por regular o cambiar el trato que recibían dentro de su esclavitud en la hacienda. En fin, gracias a este acto de resistencia colectiva, gozaron, por el breve espacio de una semana, de una precaria "libertad".

Sublevación de Esclavas Negras en la Hacienda "La Punta" de Zaña.
Cabrejos (2010), señala que en el Archivo General de la Nación se encuentra registrado el documento: “Causa seguida por Don Antonio de Peramás contra Doña Jacoba Rubio, iniciadora de la sublevación de esclavos ocurrida en la Hacienda La Punta del Valle de Zaña, violación de domicilio y otros excesos” (Legajo 95 – Cuaderno 1164 – Año 1802) el cual, aunque se encuentra incompleto, aporta valiosa información sobre la Sublevación de esclavas en Zaña ocurrida un cuarto de siglo antes de la Proclamación de la Independencia.

En la Hacienda “La Punta”, los esclavos y un número muy significativo de mujeres negras, se sublevaron contra toda autoridad que emanara del poder virreinal. El ataque, encabezado por Doña Jacoba Rubio, fue dirigido contra el alcalde de la zona Don Antonio Ramón de Peramás e incluyó el incendio de los trapiches, además de numerosos muertos y heridos entre aquellos que obedecían a la autoridad.

Temiendo mayores consecuencias, se hizo necesaria la presencia de las tropas virreinales, por orden emitida en Lima, que acabaron con la sublevación y aprehendieron a los instigadores.

Durante el juicio, Doña Jacoba Rubio mencionó que capitaneo la revuelta pues los negros le pidieron que “los gobernase y tomase posesión de la hacienda, pues para el efecto habían expulsado al alcalde y sus mayordomos”.

Algunos de los esclavos y esclavas que participaron fueron castigados de manera despiadada, otros fueron ajusticiados (as) en el Cerro “La Horca”. Uno de los castigados fue Juan Thombo que, habiendo defendido al alcalde, causó demasiados destrozos. Un grupo de mujeres negras fueron castigadas por quejarse, durante el juicio, de las autoridades coloniales y al demostrarse que durante la revuelta arengaron a los esclavos que combatieron contra la autoridad. Dichas mujeres fueron, entre otras, las esclavas Manuela del Espíritu Santo, Estefanía Ripalda e hijos, Josefa Ripalda, Petrona Villotas, Juana María Villotas y Mónica Calero entre otras que se atrevieron a arengar a las servidoras de la hacienda contra los españoles que habían ido a combatirlos.

Asimismo se puede agregar lo mencionado por Rocca (2010), “el apellido Ripalda (de varias mujeres rebeldes) perdura hasta hoy en la ciudad de Zaña.

D)    Libertad de esclavos negros en Lambayeque.
Compra de la libertad (Manumisiones).
Aguirre (2005), indica que desde la antigüedad, la legislación y la práctica esclavista ad­mitían la posibilidad de que los esclavos accedieran a la libertad. En la península Ibérica, las siete partidas no sólo admitie­ron la manumisión como legal y legítima, sino que proclamaron que la libertad era una aspiración universal y la esclavitud era un mal necesario. La manumisión reconocía, por tanto, que sa­lir de la esclavitud representaba un derecho que no podía negarse al esclavo que satisfacía los requisitos para ello. Más aún, se consideraba que los amos que concedían la libertad a sus esclavos estaban haciendo un servicio a Dios.  Estas normas fueron trasplantadas a América pero, como suele ocurrir, existió siempre una distancia entre la retórica le­gal y la práctica concreta de quienes estaban sujetos a ella.

La manumisión de esclavos en el Perú adoptó dos formas principales: la primera era conocida como "manumisión gracio­sa" y consistía en el otorgamiento de libertad a los esclavos poriniciativa y voluntad de los amos, sin compensación económica alguna, como un gesto de generosidad y agradecimiento. La segunda forma era la manumisión por compra: los esclavos gra­cias a diversos mecanismos reunían el dinero equivalente a su precio y compraban su libertad.

Ninguna de las dos formas estaba exenta de complicaciones: en el primer caso, la libertad solía otor­garse bajo una serie de condiciones para el esclavo; en el se­gundo, agudos conflictos se producían entre amos y esclavos no sólo en torno al precio "justo" de estos, sino también res­pecto a la obligatoriedad que tenían los amos de aceptar la manumisión cuando los esclavos reunían el dinero requerido. Muchos otros factores, como es lógico, intervenían en estas negociaciones: los antecedentes de los esclavos, la posible existencia de relaciones afectivas y/o sexuales entre amos y esclavas, las prioridades o preferencias de la familia del es­clavo, la posibilidad de que hubiera una tercera persona de­trás de los intentos de los esclavos por adquirir la libertad, y muchos otros.

Bowser (1977), reunió una mues­tra de 320 esclavos manumitidos entre 1560 y 1650. De ellos, 106 fueron hombres (33%) y 214 fueron mujeres (67%). La mayo­ría de esclavos (217 ó 68%) accedieron a la libertad a través de la compra o la promesa de ofrecer algunos servicios a sus anti­guos amos, mientras una proporción mucho menor (108 ó 32%) recibió manumisión graciosa. Jouve (2003) citado por Aguirre (2005), empleó una muestra de 210 manumisiones entre 1650 y 1700 y halló resultados similares: 70% fueron esclavas mujeres y sólo 30% fueron hombres.

Se puede detectar un patrón bastante uniforme en estas cifras: dos tercios de los es­clavos manumitidos tuvieron que pagar, de un modo u otro, por su libertad; y poco más de tres quintos de todos los escla­vos manumitidos fueron mujeres.

Aguirre (2005), enuncia que las esclavas recibían en proporciones mucho más altas la libertad graciosa, sus precios eran por lo general inferiores a los de los hombres por tanto, era más fácil comprar la libertad de una mujer que de un hombre y estando definida la condición legal de los hijos por aquella de sus respectivas madres, la opción de liber­tar primero a la madre en el caso de familias esclavas ad­quiría prioridad.

La manumisión graciosa nacía de la voluntad de los amos de expresar un sentimiento de gratitud, sea por los largos años que el esclavo había pasado a su servicio o por haber cumplido tareas específicas, como era el caso de las amas de leche que habían amamantado a los hijos de los patrones.

Harth (1973), menciona que en su testamento, el indio Juan Ambrosio Mixta Guarnan otorgó en 1742 la libertad a un negro mina de 20 años, "quien con su trabajo me ha mantenido a mí como a mí dicha mujer e hijos, y la fineza que ha tenido de asistirme en mis enfermedades".

Aguirre (1993), especifica que la manumisión graciosa podría haber sido en realidad, en oca­siones, el resultado de largas negociaciones, y quizás hasta de chantaje o presión por parte de los esclavos. No siempre, por tanto, la manumisión graciosa debe ser tomada como un gesto magnánimo del amo. Menos aún en el caso de los esclavos en­fermos o ancianos, cuando su valor real de mercado había dis­minuido drásticamente y su rendimiento laboral era práctica­mente nulo. En estas condiciones, manumitir a un esclavo equi­valía para el amo ahorrarse el dinero de manutención y cuida­do de su salud. Algunos amos fueron francos en admitirlo, como el albacea del obispo Pedro de Ortega Sotomayor, quien otor­gó la libertad a un esclavo porque "es ya viejo y cansado". El amo de la esclava Joaquina no ocultó el hecho de que le otorgaba la libertad "en virtud a que dicha esclava se halla tullida en el hospital de Santa Ana". El esclavo Juan Serrano recibió la "gracia" de la li­bertad en 1843 "por su avanzada edad, e inutilizado para conti­nuar sirviendo por hallarse también quebrado de la ingle y manco". La crueldad detrás del aparente­mente generoso gesto de manumitir un esclavo anciano o en­fermo fue denunciada repetidamente por varios observadores desde la época colonial.

Figueroa y Idrogo (2001), hace referencia que se llama manumisiones graciosas, a los casos de liberación de un esclavo por iniciativa del amo y sin costo para el manumitido. Esta es, evidentemente, una acción dentro del sistema y que revela adaptación o resignación, puesto que para lograr este tipo de "gracia" el escla­vo tenía que haber mostrado sumisión y "buenos servicios" por muchos años.

Asimismo, Figueroa y Idrogo (2001), nos ilustran dos ejemplos: El Cap. José Joaquín de Penurias, viudo y albacea de Gregoria Fernández de La Colera, al disponer la libertad del zambo Martín Tejada manifestó que lo hacía "en consideración a su fidelidad y buenos servicios sin que medie otro interés".

Juan Romualdo de La Parra, en mayo de 1813, dispuso la libertad de la negra bozal María del Carmen, pero ordenó también que sus 3 hijas y 2 nietos siguiesen esclavos.

Evidentemente, en este y en muchos casos, la liberación está en razón directa de la edad y en razón inversa a la utilidad esperada del esclavo. Además, al manumitir a esclavos viejos, el amo se libera del costo de mantenerlo, dejándolo a su suerte.

En lo referente a las manumisiones pagadas, Figueroa y Idrogo (2001), menciona que en estos casos, la iniciativa pertenece al esclavo, aunque existía seguramente variedad de casos y negociaciones con los amos.

Uno de estos casos es la "consuela" o condición expresa consignada en la venta de un esclavo de que el precio de éste debía mantenerse fijo o sin rebasar un tope, con el fin de que el esclavo pudiese comprar su libertad. El tope de precio de los zambos José Antonio Arbulú y José María, al ser vendidos por el presbítero Manuel Del Rusco y por Ceferino de Polo, fue respectivamente de 177 y 300 pesos.

Un caso revelador es la compra de la libertad de los niños por sus padres, lle­gando a comprarlos incluso en el vientre materno, como fue el caso de la esclava Valentina, que el mes de Junio de 1813 compró la libertad de su hijo en gestación pagando a su ama María Ignacia de Medina la cantidad de 25 pesos.

Estas acciones, si bien constituyen búsqueda de la libertad individual, parecen constituir una actitud de adaptación en resistencia, porque el esclavo tiene que someterse a las condiciones establecidas y el precio que pagaba contribuía seguramente a la reproducción del sistema global. Sin embargo, el esclavo salía del subsistema esclavista.

Por otro lado, hay síntomas de que algunos casos de autocompra de los esclavos se producían por incapacidad de los dueños de seguir reproduciendo la relación de esclavitud. Así, el 11 de Mayo de 1814, José García y Sousa, aparentemente menor o enfermo, de padres fallecidos, dio libertad pagada en 300 pesos a su esclava María Antonia García, a través de su curador Mariano Bullón. Dijo que lo hacía "por no tener como subsistir”.

Lluén (2009), citada por Rocca (2010), presenta diversas formas de transacciones legales de los afrodescendientes a fin de lograr la libertad:
-     Compra -venta: se realizaban ante un notario público. Era similar a la venta de casas terrenos, objetos o animales. Su precio variaba.
-     Manumisión graciosa: liberación de un esclavo por iniciativa del amo y sin costo.
-     Manumisión pagada: pago anticipado para obtener la libertad.
-     Manumisión condicionada: se ponía condiciones para evitar intentos de fuga.
-     Manumisión judicial: con la intervención del juez.
-     Donación: se hacía con presencia de testigos y ante el notario.
-     Herencia: a través de un testamento el patrón le daba libertad.