miércoles, 8 de abril de 2009

A Cristo Crucificado


Me parece verte, Señor, tan cercano y tan real, que hasta puedo percibir tu sufrimiento. La profundidad desgarradora de tu experiencia ha dejado mi vida cautiva, devota y atenta a tu Palabra. La verdad del amor en tu entrega, profundamente humana, Divina, conmovedora y poderosa, me hace notar que solo ese amor, tu gran amor, inspiró el padecimiento, torturas, humillación y escarnio que significó la Cruz del calvario. Y aunque tu cuerpo molido cuelga en indigno madero, embellecido lo veo por ser objeto de mi amor. Y aunque mi vida caída sufre alejada de ti, embellecido me ves por ser objeto de tu amor perfecto. “Ni la muerte, ni la vida, ni lo presente, ni lo porvenir, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna cosa creada nos puede separar del amor de Dios que es Cristo Jesús."
En la Cruz del Calvario, entregaste, Jesús amado, todo lo que tenías: tu sudor sanguinolento a la tierra sedienta; tu sangre preciosa, al pueblo que querías salvar; tus vestidos, a tus torturadores; tu compañero de suplicio, al cielo; tu madre al fiel amigo y Apóstol; tu cuerpo a la tumba, y al Padre tu espíritu.
Tanto te odiaron, Señor, y debieron amarte. Y aunque el odio los torturaba, no pudieron ni quisieron dejar de odiar. Cuanto más te odiaron, mas sufrieron; y cuanto mas sufrían odiando, más perdieron. Fue el odio su más grande esclavitud, no quisieron amar habiendo nacido para eso; pero jamás dejaron de ser amados. Pues no hay nada que el hombre pueda hacer para que Dios deje de amarlo.
Mientras te crucificaban y alzaban la cruz, Juan, tu madre (Que es también mía), María Magdalena y las otras marías, estaban lejos porque les era prohibido acercarse, pero luego, cerca de ti, acompañaron tu agonía. ¡Heme aquí, Señor, junto a María! Con las debilidades de Pedro a cuestas, con las negaciones y traiciones del género condenador. ¡Heme aquí! Al pie y bajo la Cruz, viéndote desfallecer de dolor y agotamiento, sufriendo con paciencia el dolor que vencerá a la muerte, maltratado y maltrecho recordándome que te siga.
¡Oh Jesús bueno! Permíteme acercarme a ti con la pureza de corazón de Juan, con la hermosura del corazón de María, para amarte con la misma entrega, para seguirte con semejante fuerza, para obedecerte con igual firmeza y para que tu puedas manifestarte en mi vida haciendo de mi cuerpo tu morada.